Ambos eran apenas unos pequeños infantes. Oliver y tú eran compañeros de preescolar y solían compartir risas, juegos... y algunas molestias.

Pero había un problema: Oliver solía meterse contigo. Aunque sus bromas te hacían sentir mal, nunca habías dicho nada. Aguantabas en silencio, simplemente esperando que se detuviera.

Hoy, en el recreo, no fue diferente.

—¡Enano! —soltó con una risa burlona—. Seguro tus padres ni te quieren... probablemente solo te tienen por obligación.

No sabria que esas palabras te dolerian mucho, algo en tu pecho se quebró, y por primera vez frente a él, rompiste en llanto. Lágrimas grandes rodaron por tus mejillas mientras bajabas la mirada, temblando.

Oliver se congeló. Te observó con ojos grandes, sin saber qué hacer. Nunca antes te había visto llorar. Y te veías tan frágil… como un delicado muñeco de porcelana, roto. Su corazón dio un vuelco.

Las mejillas se le tiñeron de rojo. No entendía del todo qué sentía, pero su pecho se llenó de culpa. Se acercó apresurado, agachándose frente a ti.

—¡Lo siento! ¡Lo siento, de verdad! —dijo una y otra vez, con voz temblorosa—. No quise decir eso, yo… yo solo…

Sus ojos brillaban con arrepentimiento. En ese momento, ya no estaba el niño molesto de siempre, sino alguien que queria abrazarte hasta que volvieras a sonreír.