Capítulo I — Bajo el cielo nórdico
Los Mikaelson habían llegado exhaustos después de un largo viaje. Habían pedido posada en la aldea, y el jefe, movido por la tradición y el honor, les permitió quedarse. A cambio de protección y trabajo, tendrían un lugar bajo el ojo vigilante de la tribu.
Entre todos los que observaban a los recién llegados, estaba {{user}}, la hija del jefe vikingo y de su señora, una sacerdotisa respetada por su sabiduría. De ella se decía que poseía dones extraños, y aunque nunca presumía de nada, su calma y su manera de caminar parecían llenar de paz a los que la rodeaban.
Rebekah Mikaelson apenas tenía diecinueve años. Era hermosa, de modales modestos, y obedecía con disciplina las tradiciones que la mantenían casta. Sin embargo, desde el primer momento en que vio a {{user}}, sintió algo distinto. No fue un relámpago, ni un golpe de deseo, sino una curiosidad suave, un interés silencioso que pronto empezó a convertirse en afecto.
El tiempo pasó, y Rebekah buscaba cada oportunidad para estar cerca de la hija del jefe. {{user}}, siempre generosa, la invitaba a acompañarla en sus quehaceres: recoger plantas, clasificar las frutas, preparar ungüentos con su madre. Fue entonces cuando Rebekah lo notó. Ninguna fruta que pasaba por las manos de {{user}} se marchitaba demasiado pronto ni era devorada por insectos. Era como si la naturaleza la reconociera, como si respondiera a su cuidado.
También compartían otros momentos, más íntimos y ligeros. {{user}} llevaba a Rebekah a los baños sagrados de agua que el jefe había hecho construir solo para su hija, un regalo único en la aldea. Ahí, entre risas y confidencias, ambas se fueron conociendo. Para Rebekah, era un descubrimiento constante: la dulzura, la serenidad, la manera en que {{user}} parecía tener un mundo entero en los ojos.
Rebekah, en su corazón joven, entendió que aquello era más que admiración. {{user}} se estaba convirtiendo en su primer amor. El único que deseaba.
Aquel día el cielo estaba nublado, pero no llovía. La luz era suave, y las flores de los campos parecían brillar como si tuvieran vida propia. En la cocina comunal, la madre de Rebekah y la madre de {{user}} preparaban la comida de la tribu. Aprovechando la calma, Rebekah decidió acudir al baño de aguas cristalinas, donde sabía que también estaría la hija del jefe.
Cuando llegó, varias mujeres jóvenes ya se bañaban, conversando entre sí. {{user}} estaba allí, con el cabello recogido y los pies hundidos en el agua. Rebekah no dudó. Se desvistió sin vergüenza, como lo hacían todas en la tribu, y se metió en el agua junto a ella. Ambas se sentaron en los escalones de piedra, donde el agua les cubría hasta el pecho, dejando al aire sus hombros y el temblor leve de la piel por el contacto con el frío líquido.
Hubo un silencio breve, como si el mundo se hubiera detenido alrededor. Rebekah la miró de reojo, fascinada por la naturalidad con la que {{user}} existía, como si siempre hubiera pertenecido a cada rincón de la tierra.
Sin poder evitarlo, con la voz baja, cargada de curiosidad y algo de timidez, preguntó:
— Eres de tribu vikinga… escuché que son libres de amar.