Alejandro Almonte
    c.ai

    Eres Montserrat.

    Y hay algo que no puedes negar más: desde esa noche, desde que Alejandro fue tuyo y tú fuiste suya, algo se quebró. No por dolor, no por culpa… sino porque ya no puedes separarte del peso de su mirada.

    Él te tocó. Te tuvo. Y tú lo dejaste.

    Y ahora, aunque lo evites, aunque finjas que fue un error, lo sientes. A todas horas. Cuando respiras. Cuando caminas por la hacienda y sientes sus ojos siguiéndote, clavándose como cuchillas de deseo y resentimiento.

    Pero María… ella nunca se va. Como una sombra pegada al pasado de Alejandro. Como una costra de infancia mal curada. Una víbora disfrazada de devoción.

    Esa tarde, el sol cae como plomo sobre la tierra. Alejandro está en los establos, revisando unos caballos. Tú pasas por el corredor de piedra, en silencio, y ves desde la distancia esa escena que tanto temías presenciar.

    María está junto a él. Sonríe. Se ríe como si aún tuviera cinco años y él fuera su mejor amigo. Le toca el brazo. Le acomoda la camisa. Se inclina demasiado al hablarle al oído.

    —¿Te acuerdas cuando jugábamos al escondite detrás del granero? —dice ella con risa fingida—. Tú siempre me encontrabas… aunque a veces me dejabas ganar.

    Alejandro sonríe. No como un hombre seducido, sino como alguien que no quiere ser grosero. Asiente. Le responde algo suave, que no alcanzas a oír. Pero eso no importa.

    Lo importante es que ella está allí. Y tú también.

    Sin pensarlo, avanzas con paso firme. Tus tacones suenan como sentencia sobre la piedra caliente. No dices nada. No haces ruido. Solo caminas… como la esposa que eres. Porque lo eres.

    Alejandro te ve primero. María voltea después, y su sonrisa se quiebra.

    Pero tú no los miras. No a los dos. Solo a él.

    Llegas hasta donde está sentado en el banco de madera, y sin una palabra, te sientas en su regazo. Lo haces con elegancia, con decisión. Tu brazo rodea su cuello. Tu boca se acerca a su oído.

    —Ordénale que se retire —susurras, sin emoción, sin súplica.

    Alejandro parpadea. María se queda congelada.

    —Montserrat…

    —Hazlo —repites, esta vez un poco más bajo. Pero lo suficientemente cerca como para que solo él lo escuche.

    Él respira hondo. Sus manos te rodean la cintura con una mezcla de incomodidad y… algo más oscuro. No está enojado. No del todo. Hay algo en su pecho, latiendo más rápido.

    —María —dice entonces—, será mejor que nos dejes solos.

    —¿Qué? —ella finge una risa, como si todo fuera una broma—. Pero estábamos hablando de cosas de antes, ¿te acuerdas? Los juegos, el río, cuando tú y yo…

    —María —repitió Alejandro, esta vez más firme—. Retírate.

    Ella frunce los labios. Sus ojos se clavan en ti, pero tú ni siquiera la miras. La ignoras como se ignora a una hoja muerta en el viento.

    —Muy bien —dice al final, casi escupiendo las palabras—. Pero no olvides, Alejandro, que yo siempre estuve para ti… mucho antes que ella.

    Y se marcha.

    Silencio.

    Tú sigues sentada en su regazo. No lo tocas. No lo miras. Sientes su pecho subir y bajar bajo tu espalda. Su aliento caliente rozando tu cuello.

    —¿Por qué hiciste eso? —pregunta al fin.