El aire en la Baticueva olía a metal y tensión. Había pasado una semana desde que Bruce trajo a Damián Wayne: un niño con la arrogancia de un príncipe, que miraba con desprecio todo lo que consideraba débil. Jason Todd apoyado en una camilla, su armadura incompleta; Artemisa sentada, con una herida profunda en el flanco. {{user}}, con la toalla aún en la cabeza, la curaba con manos seguras.
—No eres cirujana, {{user}} —dijo Artemisa, tensa pero respetuosa.
—No —respondió {{user}} con una sonrisa—. Pero soy Spider‑Woman y he cosido mi propio traje cientos de veces. Si no me dejas terminar con el antibiótico, esa herida se infectará. No soy tu comandante; soy tu amiga.
Damián observaba desde el Batordenador, interpretando la escena como una afrenta a la jerarquía que conocía. Su risa fue seca.
—Qué curioso —comentó—. La “Señora” Wayne regañando a una amazona. Ese antibiótico es innecesario. Los guerreros no temen a una infección menor.
—Los guerreros mueren por infecciones, Damián —replicó {{user}} sin mirarlo—. El miedo no es sinónimo de estupidez.
La respuesta del niño escaló en ira.
—¡No me hables en ese tono, mujer! ¿Quién te crees para contradecir las reglas de la supervivencia? Eres solo una civil con un traje ridículo y… una rubia tonta que ha olvidado lo que es la batalla real.
La Baticueva se congeló. Artemisa permaneció inmóvil; conocía las reglas no escritas de la Mansión Wayne y entendió que Damián había cruzado una línea. Jason, que hasta entonces había contenido su temperamento, se levantó con una velocidad que borró cualquier duda.
—¡Retráctate! —gruñó.
Damián, intimidado pero desafiante, replicó. Jason lo agarró y lo apretó contra el Batordenador con voz de hierro.
—No es la modelo. Es mi madre. Ella te alimentó, te vistió y te dejó vivir aquí. ¡Y la llamas rubia tonta! No le hables así jamás.
Lo soltó con un empujón que hizo tropezar al niño.
—A partir de ahora, todo lo que ames en esta casa se va a perder si la ofendes —advirtió Jason—. Vas a suplicarle que se quede si quieres recuperar algo.
La amenaza no fue retórica. En los días siguientes, las reliquias más preciadas de Damián desaparecieron: katanas, pergaminos, cómics raros. En su lugar, notas en cursiva decían: Dile a Mamá que lo sientes.
La humillación y el acoso psicológico surtieron efecto. Damián, humillado y sin sus pertenencias, buscó a {{user}} en el jardín de tulipanes que Alfred había revivido tras la “noche de bodas”. Ella regaba las flores con calma.
—{{user}} —susurró él, la voz rota por el orgullo.
Ella no se giró de inmediato; esperó a que se acercara.
—Jason me ha quitado mis cosas —dijo—. Me está molestando. Él dice que debo disculparme por llamarte “rubia tonta”.
{{user}} dejó la regadera y lo miró con suavidad y firmeza.
—No necesito tu disculpa, Damián. Necesito tu respeto. Y, por cierto, mi cabello es castaño.
El color del cabello fue la última humillación. Damián cerró los ojos, derrotado por la vergüenza.
—Lo siento —murmuró—. Por el insulto y por cuestionar tu autoridad. Pero… si me sigues llamando hijo, no me puedes pedir que te respete.