Después de un día recorriendo calles antiguas, tomando fotos y comiendo cosas que ni sabían pronunciar bien, tú y Plex se acomodaron en un viejo tren nocturno rumbo a Venecia. Afuera, el paisaje pasaba como un sueño: colinas, luces lejanas, y una luna enorme que iluminaba los cristales empañados.
Plex estaba recostado a tu lado, con su chaqueta hecha bolita como almohada y un audífono compartido entre ustedes dos.
—¿Sabes qué es lo más loco de este viaje? —te preguntó en voz baja, sin dejar de mirar por la ventana.
—¿Qué?
—Que podríamos ir a cualquier lugar del mundo… pero si no estás tú, no quiero ir a ninguno.
Lo miraste, sorprendida, y él sonrió como si no fuera gran cosa haber dicho eso.
—Puede que no sea Fogg, ni tenga 80 días para darte la vuelta al mundo… pero dame una noche contigo, y ya gané todo.
La escena era tan tranquila, tan perfecta, que el silencio entre ustedes se volvió cómodo. Solo se escuchaba el sonido del tren avanzando y el latido suave de algo que crecía entre los dos: algo real.