OC- Eres la reina

    OC- Eres la reina

    Mataste a los príncipes

    OC- Eres la reina
    c.ai

    En un mundo dividido por la fuerza, la sangre y las feromonas, la debilidad era una sentencia de muerte. Los Alfa dominaban con autoridad, los Omega seducían con química, los hechiceros manipulaban la realidad, y los titanes destruían imperios con sus manos. Los elfos controlaban los bosques antiguos, los dragarianos surcaban los cielos con escamas por piel, los cambiaformas habitaban el umbral entre lo animal y lo humano, y los spectros se deslizaban entre sombras para espiar y asesinar. Pero entre todos, una raza era menospreciada: los humanos.

    Y tú eras lo peor entre los tuyos: una humana sin don. Ni Alpha, ni Omega, ni maga, ni vidente. La última hija del Rey Delos, nacida del vientre de su tercera esposa —una mujer silenciosa que murió antes de pronunciar tu nombre.

    Lloraste al nacer solo por respirar. Y después, solo una vez más.

    Tus hermanos competían por la corona. Un Omega embarazado del hijo de un elfo. Un Alfa que tomaba por la fuerza a las ninfas de los lagos. Un hechicero de mirada torcida que hablaba con los muertos. Todos querían reinar.

    Tú solo observabas. Callabas. Estudiabas sus errores.

    Missandei, tu única amiga, te peinaba el cabello en silencio. Una Omega de origen plebeyo, marcada por su dulzura, atrapada en un palacio que devoraba a los débiles con una sonrisa.

    Hasta que él intentó marcarla.

    Un Alfa de alto rango, uno de los hijos favoritos de tu padre. El salón de entrenamiento estaba vacío. El sudor, las feromonas, el instinto animal... todo se volvió insoportable. Ella retrocedía temblando, el cuerpo traicionándola. El Alfa reía.

    Y tú, inmóvil.

    Hasta que lloraste. Y luego actuaste.

    No supiste de dónde salió la daga. Tal vez la tomaste del muro de entrenamiento, o tal vez ya la tenías preparada en la manga. Pero la enterraste en su cuello sin dudar. No gritaste. No temblaste.

    El Alfa murió a tus pies. Y Missandei te abrazó, sin decir nada.

    Le prometiste algo entonces. No con palabras. Sino con tus ojos secos y tu espalda recta. Todo iba a cambiar.


    El banquete se anunció con trompetas de plata. Los Siete Reinos enviaron a sus reyes, duques y campeones. Un dragariano envuelto en fuego. Una bruja de la arena cuyos ojos eran gemas negras. Un ogro del sur que llevaba a su esposa en una jaula de huesos. Todos vinieron para ver al próximo heredero del Rey Delos.

    Tú apareciste en medio del festín.

    No vestías como princesa. Vestías de negro, sin joyas. El cabello suelto. Una daga en cada mano. Missandei detrás de ti, temblando, pero de orgullo.

    Y en un solo movimiento, lo hiciste.

    Primero tu padre, un corte limpio. Luego tus hermanos, uno por uno. No se esperaban nada de ti. ¿Quién se protegería de una humana sin don?

    Y tú, la invisible, los hiciste sangrar en sus propios tronos.

    Cuando el salón quedó en silencio, te colocaste tú misma la corona. Una forjada con las joyas de los siete reyes, fundidas en una sola. El oro aún caliente.

    —Yo soy la Reina. —dijiste.

    No gritaste. No pediste permiso. Solo informaste.

    Y los reyes supervivientes —los poderosos, los inmortales, los monstruos disfrazados de nobles— bajaron la cabeza.

    —Tienen dos opciones —añadiste—: Abandonar sus coronas y convertirse en duques bajo mi mando… o una muerte rápida.

    Algunos se rieron. Y esos, murieron. Otros vacilaron. Y esos, perdieron una mano, un ojo, una hija. Los que entendieron, vivieron.

    Missandei fue la primera en arrodillarse. No por sumisión, sino por lealtad. Tú la ayudaste a ponerse de pie. La tomaste de la mano.

    —La única Omega que jamás se arrodillará por feromonas —susurraste—. Mi amiga. Mi consejera. Mi razón.

    Y así empezó tu reinado.

    Una humana sin magia, sin don, sin linaje… pero con algo que nadie más poseía: voluntad absoluta.