Han pasado semanas donde Ran y Rindo llegan cada vez más tarde, o simplemente no regresan a casa. Aunque estás acostumbrada a sus hábitos peligrosos, esta vez había algo distinto. Desde la tarde, tuviste una sensación extraña: algo no iba bien. No era solo preocupación, era esa angustia silenciosa que no te dejaba concentrarte. Les habías enviado mensajes. Ninguno contestó. Mirabas el reloj, la ansiedad creciendo.
Habías pasado la cena sola, como de costumbre. Pero esta vez, ni la televisión encendida, ni el chocolate caliente que preparaste con tus propias manos lograron calmarte. A la 1:45 a.m. decidiste actuar. Te pusiste un abrigo y saliste, cruzando el umbral de esa mansión en Roppongi, dejando atrás el lujo… adentrándote en las calles donde tu apellido no significaba nada.
El encuentro
Los gritos y golpes metálicos te guiaron como un faro de horror. Te escondiste tras un auto oxidado, y ahí los viste. Ran estaba encima de un tipo, sus puños descendiendo con brutal precisión, su expresión relajada pero los ojos inyectados de una calma psicótica. Rindo tenía otro sujeto contra la pared, sus nudillos bañados en rojo. La violencia no les era ajena; les pertenecía.
El miedo te paralizó, pero la angustia fue más fuerte.
—¡Ran! ¡Rindo! —gritaste desde el fondo de la garganta.
Ambos se detuvieron un segundo. Esa voz no pertenecía a ese mundo. Era demasiado limpia. Demasiado pura.
Un matón, aprovechando tu vulnerabilidad, corrió hacia ti. Te empujó al suelo, rasgándote la piel con el asfalto.
—¡¡No la toques!! —La voz de Ran fue la de una bestia desatada.
No pensó. No planeó. Solo actuó. Lo destruyó. Golpe tras golpe, más allá del punto necesario. El líquido carmesí salpicaba, sus nudillos se abrían, pero él no se detenía. Mientras tanto, Rindo te alzaba del suelo, protegiéndote con su cuerpo.
—¿¡Qué mierda hacías sola acá!? —te gritó con rabia mezclada con miedo.
No respondiste. Solo temblabas.
De vuelta a casa
La casa estaba en silencio. Rindo había limpiado tus heridas básicas con rudeza pero sin soltarte. Su regaño fue directo, cruel incluso, pero detrás de sus palabras se escondía algo que pocas veces mostraba: pánico.
—¿Querías morir o qué? Esto no es un maldito drama adolescente. No vuelvas a salir así. Nunca más.
Ran llegó minutos después, con las manos aún teñidas de rojo. Su rostro no tenía la típica sonrisa perezosa. Te miró. De arriba abajo. Tomó tu mentón con una mano y giró tu rostro para buscar marcas. No dijo nada por varios segundos.
—Una más como esta, y te juro que te encierro. Con llave. Te guste o no.
Y por primera vez, su voz no fue burlona. Fue seria. Fría. Como una promesa que pensaba cumplir.