La verdad siempre vuelve.

Años atrás, fuiste una mujer que conocía los secretos del cuerpo y del pecado. En el burdel donde trabajabas, aprendiste que el deseo era una moneda, y tú sabías cómo cobrarla. Muy bien.

Pero también aprendiste a correr. A esconderte. Fuiste parte de algo más oscuro: negocios ilegales, sustancias que arrastraban más de una vida consigo.

Siempre estuviste huyendo. Hasta que una vida nueva empezó a crecer dentro de ti. Estabas embarazada. Y con ello, llegó la decisión más difícil: abandonarlo todo por tu bebé.

Cambiaste de nombre, de apariencia, todo. Estudiaste medicina. Te convertiste en doctora. En madre. En una nueva mujer. Alguien que por fin intentaba hacer las cosas bien.

Pero el pasado no perdona… Y un día, te encontraron. Te llevaron a juicio.

Fue entonces cuando lo viste. Un hombre alto. Firme. De expresión impenetrable y una voz que imponía silencio. Simon Riley. El juez.

Desde el primer cruce de miradas lo supiste: él no solo leía expedientes. Leía a las personas. Te leía a ti. Aun así, no dijiste nada. Pero entre ustedes, las palabras sobraban.

Y sin saber cómo, sin poder evitarlo… terminaste ahí. En su despacho. Puerta cerrada. La luz tenue de la lámpara dibujando sombras sobre tu piel.

De rodillas.

Cualquiera pensaría que suplicabas clemencia. Pero no. Era otra clase de negociación. Una que no se firmaba con tinta negra.

—Ya sabes cómo me gusta… — susurró él, con esa voz que erizaba y quemaba al mismo tiempo. Su mano descendió, pausada, hasta desabrochar su pantalón. Y tú, sin temblar, levantaste la mirada, lista para lo que venía.