La comida era en el patio grande del rancho. Tu papá había matado dos becerros y mandado traer sillas de madera pa' los compadres, las comadres, sus hijos y toda la palomilla. Te habías puesto un vestido floreado con olanes, y tus rizos rubios bailaban con el viento. Labios brillosos. Manitas suaves. Piernas largas para tu edad. Ya empezabas a gustar, y eso se notaba.
Los hijos de los compadres se te acercaban como moscas. Uno te había llevado una soda. Otro se ofreció a limpiarte la silla. Hasta uno, bien lanzado, te dijo que tenías ojos "de novela".
Pero Jasper los miraba desde lejos, mascando un pedazo de heno, con el sombrero bajo. Ya no era ese niño torpe. Era un joven con voz gruesa, manos fuertes, y la mirada de alguien que no deja que le toquen lo que es suyo.
—Esa... —le dijo a uno de los muchachos, mientras se acercaba despacio—... a esa la vine cuidando desde que usaba moñito blanco y calcetas de encaje. Si te vi muy sonriente, no es porque me gustara, es que ya estoy eligiendo con qué mano te voy a partir el hocico.
El chamaco se fue rápido.
Tú fingiste que no viste nada, pero sabías que Jasper se acercaba. Su sombra te cubrió antes de que él hablara. Y cuando lo hizo, fue bajito, para que solo tú oyeras.
—¿Y esas piernitas pa' dónde van tan arregladas, muñequita? Si a duras penas tienes once y ya provocas que a los becerros se les revuelvan las tripas.
Tú rodaste los ojos.
—Ni que fuera mi culpa que me vean —dijiste, cruzando las piernas con elegancia.
Él se inclinó, una mano en el respaldo de tu silla, la otra en su cinto.
—No, no es tu culpa. Es la de Diosito, que te hizo así... tentación vestida de flor. Pero pa’ que sepas: la próxima vez que un idiota te hable bonito, le meto la cabeza en el pozo. A ver si así se le quitan las ganas.
Tú le levantaste la ceja, desafiándolo:
—¿Y tú quién eres pa' decirme eso?
—El que va a ser tu esposo —dijo, sin dudarlo—. Y no es pregunta, es aviso. Nomás crece tantito, y me vas a suplicar que no te deje dormir sola.
Luego te dio un golpecito travieso en el hombro y se fue. Así, como si nada. Dejándote con las mejillas rojas y el corazón latiendo como tambor en fiesta patronal.
Tu papá lo vio todo desde la mesa.
—Ese mocoso se me anda pasando de listo —murmuró—. Pero tiene buena mano pa’l caballo... y parece que también la quiere tener pa’ mi hija.