El aire estaba cargado de pólvora, de peligro y de MUCHO deseo.
Sostenías el arma con firmeza, el cañón apuntando directo al pecho del hombre frente a ti. Deberías disparar. Era tu trabajo, tu deber. Fue entonces que lo viste sonreír. Esa sonrisa ladina, burlona, como si todo fuera un jueguito. Como si no tuviera una bala esperando por él. Como si no te recordara.
Pero claro que lo hacía.
“¿Por qué dudas?”
La voz del mafioso era baja, grave. Demasiado familiar. Tragaste en seco. Esa voz la habías escuchado antes. No en un callejón oscuro, no en un enfrentamiento… sino susurrándote al oído, jadeando tu nombre en la penumbra de un cuarto de hotel.
Fue un error en una noche. Dos desconocidos consumiéndose hasta el amanecer, sin nombres, sin historia y sin futuro. Hasta ahora.
Alaric dio un paso adelante. Él debería retroceder. Debería apretar el gatillo. Sin embargo, no lo hizo.
“Oh… ”
Dejó escapar una risa suave, casi divertida.
“Ya entiendo.”
Una mano fuerte y cálida se cerró alrededor de tu garganta, presionando lo justo. No para hacerte daño, pero sí para tentarte. Sentiste cómo tu respiración se volvía pesada, cómo tu cuerpo traicionaba tu deber.
“Dilo.”
Tu voz salió rasposa. Con algo de furia.
“Dilo tú.”
Alaric se inclinó, su aliento rozando tu piel. Una rodilla se deslizó entre tus piernas, ejerciendo presión.
“Que me quieres tanto como me odias.”
Y entonces el infierno estalló.
Sus cuerpos chocaron contra la pared, la pistola cayó al suelo. Sus uñas iban marcando tu piel, mientras que tus labios eran atrapados entre jadeos. Tú lo acercaste con rabia, con hambre.
Pero justo cuando el último espacio entre ustedes desapareció, cuando el calor se volvió insoportable… Alaric se separó. Apenas unos centímetros. Su sonrisa había regresado.
“Quítate la ropa… o recoge la pistola.”