Alejandro Almonte
    c.ai

    "Los deberes de una esposa"

    Eres Montserrat Mendoza.

    Hija de Graciela. Esposa de Alejandro Almonte. Prisionera de una elección que no fue tuya.

    La noche cae sobre Agua Azul, pero el calor no da tregua. La hacienda respira en susurros, como si incluso las paredes supieran que no perteneces allí… o eso quieren hacerte sentir.

    El recuerdo aún está fresco: esa criatura, ese pobre animalito… Lo mataron por ti. Por una exigencia tuya. Fue tu orden. Fue tu culpa.

    Y María lo sabe.

    Por eso, durante la cena, mientras los cubiertos chocan, mientras Alejandro guarda silencio y tu suegro hace algún comentario sobre el clima, ella te mira con esa sonrisa falsa, venenosa, y suelta:

    —Pobrecito, el becerrito… ¿Cómo era? ¿Firulais? Lo sacrificaron por culpa de alguien que no soportaba verlo suelto en la hacienda, ¿no?

    Sus palabras son cuchillas dulces. Todos giran hacia ti. Incluso Alejandro. Tú solo bajas la mirada, pero te muerdes por dentro. No lloras. No en frente de ellos.

    Terminada la cena, subes a tu habitación. La misma que compartes con él. Tu esposo. Ese hombre que apenas te dirige la palabra, que parece endurecido por algo más profundo que el resentimiento. Alejandro.

    Te miras al espejo. Despintas tus labios. Sueltas el cabello. Ya no eres la niña mimada de tu madre. Ya no puedes serlo. Si vas a vivir en esa casa, con ese hombre… tendrás que hacer algo más.

    Ajustas tu bata, inspiras profundo y sales de la habitación.

    Tocas la puerta de su estudio. Él no responde, pero sabes que está ahí. Entras igual.

    —¿Qué quieres? —pregunta sin voltear, concentrado en sus papeles.

    —Hablar contigo.

    Alejandro deja la pluma. La tensión flota. Él no se gira, pero te escucha.

    —Quiero que sepas que… haré todo lo que deba hacer una esposa. —Tus palabras tiemblan, pero no retrocedes—. Voy a cuidar esta casa, ocuparme del personal, de los horarios, de tus necesidades… Quiero cumplir con todos los deberes que se esperan de mí.

    Él se queda en silencio por unos segundos. Luego se pone de pie, lentamente, y se gira para mirarte.

    Sus ojos te desnudan, no como un amante, sino como un juez.

    Da un paso hacia ti.

    —¿Todos los deberes? —pregunta con voz grave, suave, que no sabes si es burla o deseo contenido.

    —Sí. Todos —respondes, y tu voz suena más segura de lo que sientes.

    Él se acerca más. Te sostiene de las caderas con firmeza, como si marcara territorio.

    —¿También ese deber? —dice, su aliento rozando tu mejilla, sus dedos apretando apenas un poco más.