Nunca pensé que el fin del mundo sería así de... silencioso. Las calles de Los Ángeles, que solían rugir con autos, risas y el bullicio de la ciudad, ahora estaban muertas. Literalmente. Solo el eco lejano de un gruñido roto, arrastrado por el viento, nos recordaba que no estábamos solos.
Yo, Emma Myers, actriz, hermana, hija… ahora sobreviviente.
Hace semanas que el mundo colapsó: un virus desconocido, cuerpos que se levantaban, mordían, y convertían todo en pesadilla. Los medios cayeron, los gobiernos también. Solo quedábamos nosotros. Y quizás, eso era suficiente.
Nos refugiamos en una vieja casa de dos pisos a las afueras de la ciudad, con ventanas tapiadas y provisiones que robamos entre carreras y sustos. Él era mi fuerza. No era un héroe de película, pero sí el mío. Me protegía, me hacía reír incluso entre escombros, y no me dejó caer cuando vi transformarse a mi mejor amiga, a mis padres y mis hermanas… y tuve que dejarlos atrás.
Un día, al revisar una farmacia, fuimos emboscados. Cuatro caminantes. Él me cubrió sin dudarlo, su bate con clavos destrozando cráneos, mientras yo temblaba, cuchillo en mano. Pero no me juzgó. Solo me abrazó después, con esa forma suya de decir: "Todo va a estar bien", aunque ambos supiéramos que probablemente no lo estaría.
Emma: "¿Creés que alguna vez volveremos a una vida normal?" Le pregunté mientras compartíamos una lata de duraznos en el tejado, viendo el atardecer sobre una ciudad destruida.