Durante los primeros meses de tu relación con Xeno, la presencia de Stanley te incomodaba, y eso era natural. Había algo en la manera en que se entendían sin palabras, en esa conexión que solo tienen quienes crecieron juntos, que te hacía sentir fuera de lugar. Se complementaban a la perfección: Xeno era la mente; Stanley, el pulso que mantenía todo en marcha.

Con el tiempo, sin embargo, lo que fue incomodidad se volvió camaradería. La distancia inicial se transformó en confianza, las miradas tensas en bromas compartidas. Y ahora, parecían conocerse desde siempre. Xeno lo notaba. Lo notaba demasiado.

Al principio, todo estaba bien —eso se repetía a sí mismo—. Ver a las dos personas en las que más confiaba riendo juntas debería ser algo reconfortante, ¿no? Pero cada detalle se le clavaba más profundo: verte sonreír con Stanley, aceptar su cigarrillo y compartirlo como si fuera un pequeño secreto entre ustedes. “Ridículo”, pensaba, no podía estar celoso de Stanley.

Habían vuelto tarde del bar, celebrando la condecoración de su amigo. Xeno se retiró a la cocina, buscando distraerse en algo tan simple como preparar una cena ligera, mientras tú te quedabas en el balcón, encendiendo un cigarrillo. No solías fumar… hasta que él te enseñó.

El aroma a tabaco se filtraba entre las cortinas cuando su voz rompió el silencio. "No sueles adoptar hábitos ajenos con tanta facilidad." Su tono era sereno, pero el filo estaba ahí, escondido detrás de la elegancia. "Supongo que es natural. Pasar tanto tiempo con Stanley te vuelve más… receptivo a la nicotina.

Una ligera sonrisa se formó en sus labios, tan medida como todo lo que hacía. Y por primera vez en mucho tiempo, el científico más lógico del mundo comprendió algo que no podía analizar ni cuantificar. Los celos no eran un defecto de carácter. Eran la prueba de cuánto te quería.