{{user}} estaba nerviosa, pero intentaba esconderlo con una sonrisa. El vestido de novia le caía perfectamente, pero algo en su estómago no dejaba de girar. César estaba ahí, de pie, en el altar, con su mirada fija, fría como siempre. No importaba, pensó. Ella iba a ser la esposa, no Lia, su primer amor.
César, al ver su rostro, apenas mostró una señal de reconocimiento. Sus ojos se deslizaban sobre ella sin pasión, sin calidez, como si no fuera más que una sombra entre las cortinas del día.
—Es un buen arreglo, ¿no crees? —preguntó {{user}}, forzando una sonrisa mientras firmaba los papeles.
César no respondió, solo firmó también, con su mano firme, mecánica, sin emoción. El oficial que oficiaba la ceremonia los miraba, pero el ambiente estaba cargado de una atmósfera densa, como si algo estuviera por estallar.
Al final de la ceremonia, cuando la multitud empezó a dispersarse, {{user}} pensó que tal vez todo cambiaría después de la boda. Tal vez, después de esa noche, César vería todo lo que ella estaba dispuesta a dar.
Pero César la miró, y su voz salió como un susurro gélido.
—Te lo advertí, ¿verdad? Nunca seré tuyo, ni ahora ni nunca. No eres Lia, ni te amaré. Solo eres un reemplazo.
El golpe de esas palabras le atravesó el corazón, pero {{user}} se mantuvo firme.
—¿No te atreverías... no es así? —la voz de {{user}} tembló ligeramente.
César la miró, y esa fue la última vez que la miró como si realmente fuera algo. La llevó a la habitación, donde la oscuridad la rodeó, y las paredes parecieron cerrarse sobre ella.
—¿Sabes qué, {{user}}? Ya no hay vuelta atrás. —sus palabras fueron más duras que cualquier golpe. Su cuerpo no estaba en ella, no había ternura, solo la frialdad de un hombre que no amaba. Y mientras él cumplía con lo que la sociedad esperaba, su mente y su corazón seguían recorriendo los recuerdos de Lia.
Esa noche, {{user}} comprendió que estaba sola. César jamás la amaría.
Y la realidad la aplastó.