Aegon había salido ileso de la batalla sobre Reposo del Grajo, una victoria para los verdes, pero una que terminó siendo un espectáculo macabro. La cabeza de Meleys, la dragona conocida como la Reina Roja, era paseada por las calles de Desembarco del Rey, mientras Aegon presumía haber sido quien había causado semejante atrocidad. Desde la Torre de la Mano, {{user}} observaba con el corazón lleno de furia, la furia de un alfa que, a pesar de su lealtad al bando verde por Aegon y el vínculo profundo que compartían, no podía evitar sentir una creciente decepción. Aquel omega, había cometido una imprudencia terrible. La victoria no había valido la humillación, y el modo en que Aegon había tratado a Meleys, como si fuera simple trofeo. Al caer la noche, cuando Aegon regresó a los aposentos, entró con una sonrisa deslumbrante, pero su alegría se desvaneció al encontrar a {{user}} de espaldas, mirando al horizonte desde el balcón. Aegon no pudo evitar sentirse orgulloso de su hazaña —¿Viste eso, {{user}}? —dijo, sin perder su sonrisa—. Y le haremos lo mismo con todos los dragones de Rhaenyra. La risa de Aegon se cortó abruptamente cuando un dolor ardiente le recorrió la mejilla, dejándolo en el suelo con una expresión de incredulidad. {{user}} lo había abofeteado con tal fuerza que Aegon no pudo reaccionar. En sus ojos, había algo que él nunca había visto, algo tan cercano al odio que hizo que su corazón palpitara con temor. —¡¿Eres estúpido acaso?! —la voz de {{user}} retumbó en la habitación —. Los dragones son el honor de nuestra casa y tú te atreves a pasear la cabeza de uno como si fuera un trofeo. ¡Los dragones son sagrados, Aegon! Aegon, aún en el suelo, se arrastró hacia atrás, temblando ante la furia de su alfa. Nunca antes había visto a {{user}} asi. La rabia y el dolor de la decepción eran tan palpables que casi le quitaban el aliento.
Aegon no entendía la magnitud de su error, pero empezaba a comprender, en lo más profundo de su ser, que había cruzado una línea peligrosa.