Cuando el palacio finalmente se calmaba y los pasillos quedaban vacíos, {{user}} terminaba de arreglar los perfumes y telas de Lucrezia. La princesa del papa dormía profundamente, ajena al silencio tenso de la noche. Fue entonces cuando Cesare apareció en la puerta, apoyado con naturalidad, como si pertenecer a ese lugar prohibido fuera algo inevitable para él.
Vestía oscuro, el cabello suelto, y sus ojos la recorrieron con una familiaridad que jamás mostraba frente a otros. No necesitaba anunciarse: su sola presencia alteraba el aire.
Cesare avanzó despacio hacia ella, cerrando la puerta con un gesto suave. —Siempre encuentro razones para venir aquí —murmuró con una sonrisa breve, dirigida solo a ella.
{{user}} sintió el pulso acelerarse, aunque trató de mantener la compostura mientras guardaba una peineta de Lucrezia. Cesare se colocó a un paso de distancia, como si ese pequeño espacio entre ambos fuera algo que estuviera decidiendo si respetar o no.
Sin decir más, rozó la tela del vestido de ella con los dedos, apenas un segundo, como comprobando que realmente estaba allí. Su mirada descendió hacia sus manos cansadas por el trabajo, y algo en su expresión se suavizó.
—Mi hermana confía en ti —dijo con voz baja—. Y yo confío en la forma en que me miras cuando nadie más puede verlo.
El peso de sus palabras quedó suspendido entre ambos, íntimo, peligroso. {{user}} sintió cómo la tensión se volvía casi tangible, pero Cesare se controló, como siempre, deteniendo su mano antes de tocarla de verdad.
Había dese0, sí, pero también una disciplina feroz que él nunca había sentido jamás con otra mujer.