leo valdez
    c.ai

    Flor de Guerra

    Capítulo III – Cuando el fuego encuentra a la flor en celo

    Nadie te lo advirtió.

    Ni tu madre, ni Perséfone, ni siquiera la brisa que suele avisarte de los cambios del alma. No lo viste venir. Solo sabes que desde que el calor subió en tu pecho, nada te calma. Ni el agua fría. Ni el perfume de las flores. Ni siquiera meditar a la sombra de los manzanos encantados.

    Tu cuerpo arde.

    Tus sentidos están alerta, como si cada roce de la tela en tu piel fuera un susurro obsceno. Todo se siente distinto. Más afilado. Más sensible. Más urgente.

    Y lo peor: todo huele a Leo.

    Lo hueles en la madera que usa para encender la forja. En el humo que deja en tus dedos cuando te da herramientas. En tu ropa. En tus sábanas.

    En ti.

    Hoy, no puedes resistirlo.


    Lo encuentras en su taller, solo. Como siempre. Su espalda está tensa, cubierta por una camiseta sin mangas empapada de sudor. El calor no viene solo del fuego: viene de ti.

    —¿Ocurre algo? —pregunta, sin mirarte, pero sintiéndote.

    No respondes. Caminas hacia él. Tus pasos no suenan, pero tu presencia es más fuerte que el crujido del metal fundido.

    —Me pasa algo raro —susurras.

    Él se da vuelta.

    —¿Estás enferma?

    —No. Estoy... en celo.

    Silencio.

    Sus cejas se arquean. La llave inglesa se le resbala un poco entre los dedos. Su mirada baja instintivamente a tu cuello, a tu cintura, como si no supiera dónde posar los ojos sin arder.

    —¿Eso... eso es algo de tus madres?

    —De mi naturaleza. Como una flor que florece de golpe, toda de una vez. Y no sé si quiero que alguien me huela… o me arranque de raíz.

    Leo traga saliva. Te observa. Lento. Intenso.

    —¿Y por qué viniste aquí?

    —Porque hueles a mi deseo.

    Él da un paso hacia atrás, como si tu sola presencia lo hiciera tambalear.

    —¿Sabes lo que estás diciendo?

    —Sí. ¿Tú?

    Leo se queda quieto. Pero sus ojos brillan como el oro al derretirse.

    —Yo… llevo semanas oliéndote —confiesa, apenas audible—. Me vuelves loco. Y me hago el fuerte, el inventor, el chico listo… pero cuando pasas cerca, mi cuerpo se olvida de las herramientas.

    Tus pupilas se dilatan. El celo no es algo dulce. Es algo vivo, y ahora también está en él.

    —Entonces no soy la única.

    Leo niega. Está jadeando. Apenas.

    —No. Pero si te toco ahora… no podré parar.

    —Tal vez no quiero que pares.

    Una chispa explota detrás de él. No de la forja. De su pecho.

    Y en un segundo, estás contra la mesa de trabajo, sus manos en tus caderas, su respiración mezclada con la tuya, el deseo al borde de romper las reglas del campamento y los pactos divinos.

    —Dime que es real —murmura contra tu garganta—. Que no es sólo el celo. Que también soy yo.