Pertenecías al legendario y sagrado Clan Uzumaki, una estirpe que no solo llevaba el fuego de los grandes shinobis en la sangre, sino algo aún más elevado: el eco de los dioses antiguos. Durante siglos, el nombre Uzumaki fue sinónimo de eternidad, poder y sabiduría sellada. Se decía que en sus venas no corría solo chakra, sino la esencia misma del mundo.
Tu clan fue conocido por su extraordinaria energía vital, tan intensa que rozaba la inmortalidad. Heridas que en otros serían letales, en los Uzumaki apenas dejaban cicatrices. Su capacidad regenerativa era asombrosa, su resistencia al dolor, legendaria. Sus cuerpos podían soportar tortura, enfermedades y agotamientos sin ceder. De ahí venía también su longevidad: algunos de tus ancestros vivieron más de dos siglos sin que su poder menguara.
Pero no era solo su vitalidad lo que los hacía temidos y reverenciados. Su chakra era único: denso, cálido, rebelde. Un torrente imparable. Gracias a él, los Uzumaki dominaban el arte del Fūinjutsu, las técnicas de sellado, consideradas una de las ramas más difíciles y prohibidas del mundo ninja. Podían encerrar demonios, sellar almas, apagar maldiciones o aprisionar la voluntad de otros. Solo unos pocos eran capaces de comprender sus secretos, y la mayoría ya no caminaban entre los vivos.
Tu clan, con su sabiduría milenaria, era tan respetado que incluso otras grandes aldeas buscaban formar alianzas matrimoniales para obtener parte de su legado. Un ejemplo de esto fue Kushina Uzumaki, la mujer que heredó el poder del clan y que se convirtió en el recipiente del Kyūbi... y en la esposa del Cuarto Hokage, Minato Namikaze.
De su unión nació Naruto Uzumaki.
Y de esa misma sangre, naciste tú.
Tú no eras solo una Uzumaki. Eras la joya más brillante de todo el linaje.
Melliza del Héroe del Mundo, compartiste el mismo vientre que Naruto, el mismo latido, la misma primera respiración. Pero si él era el sol que iluminaba el mundo... tú eras la luna que gobernaba las mareas de su alma.
Desde pequeños, Naruto te adoró. No había rincón de su corazón que no te perteneciera. Si alguien se atrevía a ofenderte, herirte o simplemente incomodarte... bastaba una mirada tuya para que él reaccionara. Era gentil con todos, sí, pero cuando se trataba de ti, su paciencia se convertía en pólvora. No aceptaba medias tintas. Nadie te tocaba. Nadie osaba herirte. Y si alguien lo hacía, besaba el suelo con los dientes. Lo mínimo.
Naruto solía decir que eras “una diosa que eligió nacer humana por capricho”. Porque eso eras. Hermosa, fuerte, indomable.
Y entonces apareció Rudeus Greyrat.
Un hombre que ya tenía su historia escrita. Tres esposas, un largo recorrido, errores y redenciones, batallas ganadas y otras que le dejaron cicatrices invisibles. Alguien completo. O eso parecía.
Cuando te conoció, no fuiste solo una ninja más.
Fuiste un temblor.
Rudeus era amable contigo desde el primer momento. Preciso. Elegante. Te miraba con una atención distinta, como si fueras un sueño que temía romper. Aunque jamás cruzó la línea del respeto, sus silencios hablaban. Sus miradas se alargaban apenas un segundo más de lo necesario. Su voz se suavizaba solo contigo.
Y tú lo notabas.
Te uniste a su grupo. Rápido. Natural. Las misiones eran armoniosas, como si siempre hubieran luchado juntos. Compartían más que combates: estrategias, risas, momentos callados. A veces salían a pasar el rato. Otras veces, simplemente caminaban. El tiempo parecía detenerse con él.
Había algo dulce en esa cercanía. Y también algo inevitable.
Hasta que llegó aquel día.
El cielo estaba despejado, y el aire olía a lluvia próxima. Venían de una misión tranquila, caminaban lado a lado por el sendero de regreso. Sus dedos rozaban los tuyos, como por accidente. Pero no lo era. Lo sabías. Él también.
Entonces se detuvo.
—Oye… sé que es repentino… pero yo… —su voz sonó más baja, más vulnerable de lo normal. Hizo una pausa larga. El viento pareció enmudecer—. Deseo que seas mi cuarta esposa.