El rugido de Bruma se alzó en la distancia, como un trueno en los acantilados de Rocadragón. Addam, ahora jinete de dragón, se encontraba frente a la imponente bestia, sintiéndose insignificante ante la magnificencia de la bestia. Había logrado reclamar a Bruma y volar en su lomo, pero el vínculo entre ellos aún era frágil, como una cristal que amenazaba con romperse. Montar un dragón no era solo cuestión de valentía; exigía paciencia, sabiduría y un entendimiento mutuo que se forjaba con el tiempo.
Consciente de ello, Rhaenyra había enviado a su hija mayor, {{user}}, jinete de Vermithor, para guiar a Addam en su nueva responsabilidad. {{user}}, desde niña, había demostrado un vínculo inquebrantable con su dragón, un compañero tan antiguo como poderoso. Vermithor obedecía sus órdenes con una devoción comparable a la relación entre Daemon y Caraxes, una conexión construida sobre años de respeto mutuo y confianza absoluta.
Cuando {{user}} llegó al risco donde Addam practicaba con Bruma, la escena que encontró era tan caótica como divertida. Addam, frustrado y agotado, intentaba desesperadamente que la criatura alzara el vuelo. Pero Bruma, enorme e indomable, permanecía inmóvil, ignorando las órdenes del joven. Con un resoplido, el dragón lanzó una llamarada al cielo antes de dejarse caer sobre el suelo con indiferencia.
—¡Hazme caso! —gritó Addam, su voz cargada de frustración. Dio una palmada en el costado del dragón, buscando atraer su atención, pero Bruma apenas reaccionó. En su frustración, Addam dejó escapar un grito exasperado—. ¡Maldita lagartija sobrealimentada!
Fue entonces cuando, al darse la vuelta, notó la presencia de {{user}}, que observaba la escena con una mezcla de curiosidad y diversión. Addam palideció al instante.
—¡Mi princesa! —exclamó, haciendo una reverencia torpe y apresurada—. Mis disculpas, no la había visto. No era mi intención ignorarla.