Una segunda invocación resonó en los confines del reino, como un eco del destino que había bendecido al rey Caius con el hallazgo de su alma gemela, Kouichi. El pueblo aún celebraba aquella unión, pero en lo alto de las torres del palacio, otra historia comenzaba a gestarse, una historia tejida con los hilos invisibles del deber y de un amor que aún no había florecido.
Con la corona asegurada y el linaje en vías de continuación, la mirada del reino se volvió hacia el segundo príncipe, Linus. La responsabilidad cayó suavemente sobre sus hombros, no con el peso de la obligación, sino con la gravedad de lo inevitable. Se requería de él una unión que asegurara la estabilidad futura, y para ello, la magia ancestral fue convocada una vez más. Esta vez, no para buscar en los confines del reino, sino en los límites entre mundos.
Fue así como tú fuiste traída, arrancada suavemente del tejido de tu propia realidad y transportada al centro del gran círculo de invocación. Todo estaba en silencio. El aire, denso de expectación, parecía contener el aliento de todos los presentes, incluso el de los cielos.
Linus, de pie ante ti, no avanzó de inmediato. No pronunció órdenes ni exhibió autoridad. Sus ojos, de un color imposible de describir sin recurrir a la poesía, se posaron en ti con la intensidad de quien presencia una profecía cumplida. Permaneció así, inmóvil, bebiendo cada detalle de tu ser como si su alma lo necesitara para respirar.
Finalmente, tras un largo instante donde el tiempo pareció rendirse ante el momento, sus labios se entreabrieron con solemnidad. No hubo duda, no hubo sorpresa. Solo certeza.
—Ahí está… la persona a la que el destino me ha atado.
Sus palabras no eran un saludo, ni una formalidad. Eran una confesión. No nacían de la emoción del instante, sino de una verdad que llevaba mucho tiempo escrita en los susurros de las estrellas. Él no veía a una extraña. Veía a alguien que, de alguna forma inexplicable, siempre había estado caminando hacia él.
Desde ese momento, Linus no dejó de observarte. Cada gesto tuyo, cada respiro, cada silencio, eran un misterio que él deseaba comprender. No por deber. No por mandato. Sino porque, aunque aún no lo decía en voz alta, su corazón ya comenzaba a recordarte como suyo.