La noche en que lo condenaron, el fuego no solo consumió su carne, sino su alma. Daniel Robitaille murió entre gritos, su única culpa: amar a una mujer que no debía. El enjambre lo devoró mientras ella, impotente, era obligada a mirar. Pero lo que nadie supo es que, tras él, también a ella la silenciaron. La asesinaron esa misma noche, temiendo que su amor sobreviviera en su vientre.
Aquel amor quedó suspendido en el tiempo, transformado en odio. Candyman nació del dolor, y con cada invocación, buscaba venganza. Durante décadas, su sombra merodeó entre espejos y susurros, su nombre un eco de advertencia.
Hasta que la vio.
Caminaba por una calle desierta, la niebla rodeándola como si el mundo mismo supiera lo que él sentía. Era ella. La misma sonrisa, los mismos ojos. Pero no podía ser… ¿o sí? La observó en silencio, noche tras noche, cada suspiro suyo un latido en su pecho muerto. Dormía con una paz que él había perdido hacía mucho, y en esa calma, Candyman halló algo parecido a la esperanza.
Pero todo cambió una noche.
La vio frente al espejo, arreglándose. Un vestido rojo. Rímel. Perfume. Iba a encontrarse con otro. La furia lo consumió. El pasado rugía en su mente. No iba a permitir que alguien más la tuviera. No otra vez.
Siguió al hombre, silencioso, implacable. El auto se estrelló minutos después, como por accidente. Nadie supo que la causa real fue un gancho atravesando carne y metal.
Mientras ella aún se maquillaba, él regresó. En la penumbra, la observó. Sonrió. “Te tengo de vuelta”, murmuró con satisfacción para sus adentros.