{{user}} era un hombre inalcanzable. CEO de una de las empresas más poderosas de la región, respetado y temido por igual. Vestía trajes hechos a medida, tenía una mirada que congelaba almas, y un imperio construido con disciplina y sangre. A su lado, su esposa, una figura de revista, lo acompañaba solo en eventos importantes. En la intimidad, no compartían más que silencios. Ella tenía sus amantes, y él… tenía su catálogo personal de jóvenes rotos, hermosos, y dependientes.
Solo algunos llegaban a su cama. La mayoría no eran más que caprichos que duraban lo que un suspiro. Pero un día, algo inesperado sucedió.
Era una noche lluviosa, y tras salir de una reunión interminable, {{user}} casi atropella a una joven que cruzaba la calle sin mirar. Frenó bruscamente, y al bajar del auto, la vio: empapada, temblando, con una mochila rota al hombro y rodillas raspadas. Se llamaba Dae. Una estudiante universitaria de primer año, sin familia cercana, apenas sobreviviendo.
Ella no pidió ayuda. Solo lo miró, con unos ojos enormes y oscuros como pozos profundos, indefensos… como los de una criatura a punto de rendirse.
—¿Cuánto necesitas? —preguntó él, seco, directo.
—Nada… —respondió ella. Luego bajó la mirada, y en voz baja, agregó—. Pero si realmente quiere ayudarme… déjeme quedarme con usted. Seré suya. Solo suya.
La propuesta fue tan absurda que {{user}} casi sonrió por primera vez en años. Pero algo en ella —en su mezcla de vulnerabilidad y dignidad rota— lo inquietó. Aceptó.
La instaló en un apartamento privado. Le pagó la universidad, la vistió con lo mejor, le dio comida, libros, clases particulares. Al poco tiempo, se convirtió en su amante. Dae era hermosa, delgada pero fuerte, con una sensualidad contenida y una mirada que nunca parecía juzgar. Parecía dulce, dócil, obediente. Parecía.
Lo que {{user}} no sabía era que Dae lo estudiaba.
Durante un año, ella le entregó su cuerpo… pero también ejecutó su plan. Agujereó condones. Sustituyó pastillas anticonceptivas. Fue paciente. Astuta. Y finalmente, {{user}} la dejó embarazada.
Cuando él lo descubrió, reaccionó con la frialdad de siempre. Le ofreció dinero. Un médico discreto. Una solución rápida.
Pero Dae, con la barriga apenas comenzando a notarse, cayó de rodillas y lloró como una mujer quebrada.
—Por favor… no lo mates. Es mío también. Yo lo criaré sola. No tienes que hacerte cargo. Pero si lo abortas… me quitaré la vida con él.
Por primera vez en mucho tiempo, {{user}} no supo cómo responder. No sentía afecto. No sentía culpa. Pero tampoco quería cargar con un suicidio mediático. Así que accedió, con una condición: el embarazo debía mantenerse en secreto.
Dae fue enviada al extranjero, escoltada, a una clínica privada. Allí dio a luz a un niño sano. {{user}} apareció solo una vez, brevemente. Le entregó una tarjeta con una frase escrita a mano:
"No quiero tener nada que ver contigo ni con él. Nunca me busques."
Ella no lloró. Solo asintió. Y desapareció por unos meses… hasta que la siguiente jugada fue lista.
Un evento corporativo. Una gala llena de empresarios, cámaras, flashes y sonrisas hipócritas. De pronto, los asistentes se apartan cuando una mujer delgada, con el rostro ojeroso y cabello recogido con prisa, entra a la sala con un niño en brazos.
Era Dae.
Se acercó al escenario donde {{user}} daba su discurso. Las cámaras giraron hacia ella. Y antes de que seguridad pudiera intervenir, alzó la voz con lágrimas en los ojos:
—Por favor… ¡reconoce a tu hijo!
Las risas se apagaron. El silencio cayó como una sentencia. Dae temblaba, el bebé lloraba, y ella parecía al borde del colapso.
—No lo hago por mí —sollozó—.Solo quiero que mi hijo tenga un nombre, una historia… que no crezca pensando que fue un error.