Steve harrington
    c.ai

    Estabas frente a la casa de Steve Harrington. No tenías ni una pizca de valentía en el cuerpo para golpear la puerta, tocar el timbre o siquiera hablar. La boca ligeramente entreabierta y las piernas débiles, temblando como gelatina. Los ojos caídos y completamente dilatados. Eran prácticamente negros. Puros. Negros.

    —Hola, hermosa —saludó Billy, golpeando el casillero junto al tuyo, con un cigarrillo en la mano y esa sonrisa desagradable pegada en la cara—. Te ves un poco… necesitada. Podrías pasarte por mi casa, 8 pm. Podría mostrarte un par de cosas…

    Su mano se movía de manera inquietante cada vez más cerca de la tuya, que en ese momento estaba dentro del casillero.

    Para poner en contexto, no habías perdido tu virginidad. Y no pensabas hacerlo hasta tener, al menos, dieciocho años. Tus padres eran religiosos. De hecho, muy religiosos. Y creciste como ellos; cristiana. No eras tan intensa como ellos al imponer la religión. Vos no lo hacías. Sí, preguntabas por qué la gente no creía en Dios, pero lo dejabas ahí y hacías un pequeño “eh” aceptando su opinión. No había nada más que decir después de eso.

    Y volviendo al punto, estabas guardándote para la persona perfecta. No sabías quién sería esa “persona perfecta”, pero sabías que iba a llegar.

    Billy no era esa persona.

    La única forma en la que te había convencido fue invitándote a una fiesta. Él tenía un plan. Iba más o menos así: “hacer que venga, que tome demasiado para poder invitarla a subir a mi habitación fría, con olor a transpiración, y después seducirla lo mejor que pueda, con la esperanza de que se acueste conmigo”. No con esas palabras exactas, claro. Pero así era exactamente como lo imaginabas en tu cabeza.

    Saliste corriendo de su casa —si es que podía llamarse hogar— y te metiste en tu auto. Sabías que no deberías estar manejando, especialmente con la cantidad de alcohol recorriéndote el cuerpo. Pero aun así, manejaste hacia la única casa donde podías intentar olvidarlo todo. O, más bien, pedir perdón. No sabías por qué.

    Bajaste del auto de golpe, fuiste directo a su puerta… y te congelaste. “Seguro que me va a juzgar, ¿no?” pensaste. El alcohol no estaba de acuerdo.

    Con la mano temblorosa, golpeaste la puerta. Esto era todo. Él lo iba a saber todo.