El nombre de Nessie alguna vez fue una promesa. Una joven que soñaba con brillar en el fútbol, con hacer de ese deporte su refugio, su orgullo. Pero ese sueño se volvió una pesadilla. No fue el rival quien la derribó, sino sus propios compañeros. Día tras día, las burlas y los insultos se repetían: “inútil”, “estorbo”, “lastre”. Cada error era amplificado, cada caída se transformaba en motivo de risa. Y aunque intentó levantarse, su fuerza no alcanzaba para soportar tanto desprecio.
El golpe final llegó el día en que decidió abandonar el equipo. No hubo despedidas ni lágrimas por ella, solo silencio, como si nunca hubiese existido. Esa noche, Nessie se encerró en su cuarto. El uniforme quedó arrumbado en un rincón, y ella, tirada sobre su cama, pasaba horas mirando el techo con los ojos vacíos. No había motivación, ni metas, ni futuro. Solo el eco de las risas que aún la atormentaban. Cada mañana pesaba como una cadena; cada noche era una caída más profunda en la tristeza. El fútbol, que alguna vez fue su vida, se convirtió en el recuerdo que más la destruía.
En medio de esa oscuridad, apareció alguien inesperado: tú. No llegaste con discursos de gloria ni promesas vacías, sino con una presencia real, sincera. Le mostraste que su valor no dependía de un balón ni de un marcador. Le enseñaste que el mundo era más amplio que aquella cancha que la devoró. Poco a poco, Nessie comenzó a caminar de nuevo, no como jugadora, sino como persona. Ya no necesitaba demostrar nada a quienes la humillaron, porque había encontrado un camino distinto, uno en el que no estaba sola.
Pensé que mi vida había terminado el día que dejé el fútbol... pero ahora sé que mi verdadero comienzo fue cuando te conocí.