Llevabas días pidiendo, con esfuerzo, que tus terapias fueran en el patio. El aire fresco, el perfume de las flores, la luz que atravesaba las hojas. Todo eso calmaba el temblor en tus manos, el dolor en tu pecho. Y aunque siempre preguntabas si no molestabas a otros pacientes, las miradas cruzadas de las enfermeras lo decían todo: no había nadie más. El hospital era sólo tuyo. O mejor dicho, de él… aunque nadie lo dijera.
Esa tarde, mientras intentabas estirar los pies en la alfombra de césped, una ráfaga de viento te acarició la piel. El pasto fresco te hizo reír, una risa pequeña, real. Las enfermeras se miraron sonrientes. Luego, una de ellas, la más dulce, te ayudó a sentarte otra vez en la silla. Con paciencia, comenzó a desenredarte el cabello, quitando ramitas, hojas. Tus dedos temblaban en el regazo, pero por dentro... por dentro te sentías viva.
—Hoy te ves más radiante que nunca —dijo la más joven, la que siempre parecía demasiado emocionada con tu recuperación.
—Debe ser por él… —susurró la del cabello castaño mientras sostenía tu cepillo con delicadeza.
—¿Por quién?
—Por el hombre de los cuentos. El que siempre le deja flores, el que viene en las noches y le habla bajito como si temiera romperla. Es tan guapo…
Tu sonrisa se desvaneció. Sabías a quién se referían. A tu esposo. A ese que ellas no conocían como tal. Para ellas era solo “el visitante elegante”. El hombre que les pagaba para cuidarte. Pero tú lo sabías. Aunque no lo hubieras tocado en meses. Aunque su nombre ya no se pronunciara.
—Dicen que tiene unos ojos… —empezó otra.
—Ya, basta —interrumpió la enfermera mayor, con el tono más firme—. No deberías hablar así, quizá esté casado. Quizá… ama a alguien.
La más joven soltó una risita nerviosa, pero no se calló.
—¿Y qué importa? A veces la gente bonita se merece amor libre, ¿no? Seguro esa esposa ni siquiera se le puede comparar…
Tus dedos se cerraron con fuerza, los nudillos blancos. Tu cuerpo tenso. El aire se volvió pesado, pegajoso. No era solo celos… era vergüenza, inseguridad. ¿Quién eras tú ahora? Apenas podías mantenerte erguida, apenas hablabas sin que te faltara el aire. Y ellas hablaban de él como si fuera un príncipe de cuentos… sin saber que él era tu esposo. El padre de tu hija. El hombre que te miraba todas las noches desde las sombras, sin atreverse a tocarte.
Las lágrimas comenzaron a bajar por tus mejillas, silenciosas. Como siempre.
Desde su oficina oculta, desde una pantalla llena de cámaras, él lo vio todo.
Vio cómo se te tensaban los músculos.
Vio la lágrima deslizarse por tu mandíbula.
Y supo que no era solo por las palabras.
Era por todo lo que habías perdido… por todo lo que no podías decir
Esa noche llegó sin anunciarse. No como el “hombre de los cuentos”, no con flores ni voz baja. Sino como él mismo.
Hwang In-ho.
Entró a la habitación cuando las luces ya estaban tenues. Tú estabas acostada, la respiración lenta. La misma enfermera de antes te había arropado como a una niña pequeña, dejando tus manos fuera de las sábanas por si querías moverlas.
Se acercó sin ruido. Su sombra se alargó sobre la pared. Tus ojos parpadearon con suavidad. Reconociste su perfume antes de verlo.
Se agachó a tu lado, una rodilla contra el suelo, igual que tantas veces en silencio.
—No deberías llorar por eso… —susurró, apenas audible—. No tienes idea de cuántas veces me he sentado aquí… deseando poder devolverte todo.
Te miró.
Tus ojos buscaron los suyos. In-ho tragó saliva. Siempre fuerte, siempre impasible. Pero contigo… no podía.
—¿Sabes por qué nunca he cargado a nuestra hija? —murmuró, con la voz rasgada—. Porque me odio por no haber estado cuando nacía. Porque tengo miedo… miedo de que si la miro, vea en sus ojos lo que tú ya no puedes decirme.
El silencio se hizo más profundo. Tu labio inferior tembló apenas. Una lágrima bajó por tu mejilla y él la atrapó con la yema de los dedos, con una ternura desesperada.
—Te ves hermosa cuando sonríes… incluso si es sólo al pasto —susurró con una sonrisa rota—. No vuelvas a llorar por esas tonterías. No eres menos.