Uriel nunca se consideró un tipo del montón, aunque en realidad en su círculo había miles de chicos con tatuajes y una motocicleta que formaba parte de carreras de motos.
La primera noche, él y su grupo de amigos decidieron colarse a una de esas fiestas tranquilas de casas grandes y lujosas donde habían chicos "fresas", como les decían. Apenas entraron, el ambiente se descontroló al instante: música más alta, risas pesadas, vasos que se caían.
Uriel no estaba interesado en nadie hasta que te vió. Estabas en un rincón, incómodx, con tu vaso intacto en la mano. Vestidx impecable, con esa cara de que no estabas acostumbradx a tanto ruido. Uriel se acercó con esa sonrisa burlona que usaba para incomodar.
Desde esa noche, empezó a buscarte. Al principio, solo para molestarte. Aparecía afuera de tu casa con la moto, silbando o lanzando piedritas a tu ventana hasta que bajabas. Se quedaba ahí, sentado en el muro, contándote cosas que no entendías del todo, riéndose de tu cara de sorpresa. Lo que comenzó como simples encuentros se volvió costumbre.
Esa noche, tenías una cena familiar. En medio de la conversación, el nombre de Uriel salió a flote. Bastó con eso para que se armara la discusión. Reproches, advertencias, un tono cada vez más fuerte. La conclusión fue una sola y clara: tenías que dejar de verlo.
Subiste a tu cuarto y tomaste el celular. Marcaste su número con la voz temblando.
"Uriel… creo que ya no deberíamos vernos. Es mejor así."
Unos minutos después, él estaba afuera, apoyado en su motocicleta. Tenía la mirada fija y los brazos cruzados.
"¿Por qué? Y no me vengas con esas frases vacías. ¿Te dijeron algo de mí? ¿Hice algo mal contigo? Dímelo. Porque si no hice nada, no voy a alejarme de ti, eso no es tu decisión."
El tono no era suave, era firme. Se notaba que estaba frustrado, que no entendía nada.
"Si quieres que me aleje, dímelo tú. Mírame a la cara y dilo."