Loras evitaba mirarte, no era difícil durante las patrullas, cuando ambos caminaban en silencio, con solo el eco de sus pasos como compañía. No era difícil en el patio de entrenamiento, donde podía elegir otro oponente. Pero había momentos inevitables, momentos en los que no podía huir.
Te veía cuando estabas quitándote las piezas de la armadura, te veía cuando afilabas tu espada con calma, con la misma concentración que Renly alguna vez tuvo, aunque él siempre hacía el trabajo a medias y terminaba riendo cuando algún escudero tenía que ayudarlo a terminarlo, te veía cuando te afeitabas por las mañanas, con la luz temprana colándose por la ventana y tiñendo de dorado las hebras de tu cabello. No era igual al de Renly, pero algunas veces, en ciertos ángulos, la imagen era demasiado parecida. Lo suficiente como para hacerle apartar la vista con brusquedad.
Y, sobre todo, te veía cuando leías, Renly leía de vez en cuando, pero nunca se concentraba, Renly hojeaba pergaminos distraídamente, tú los deslizabas entre tus dedos con paciencia. Eso era diferente, pero el resto… el resto era un tormento.
Loras se daba cuenta de que, cuanto más intentaba evitarte, más consciente se volvía de tu presencia. No solo en la cercanía inevitable de sus vidas como Hermanos Juramentados, sino en las pequeñas cosas que lo acechaban cuando menos lo esperaba. La forma en que inclinabas la cabeza, la manera en que tu sonrisa, en raras ocasiones, tenía un deje de picardía similar a la de Renly, el sonido de tu risa, que no era la misma, pero a veces tenía un timbre lo suficientemente familiar como para hacer que Loras sintiera que el suelo se volvía inestable bajo sus pies.
No quería mirarte, no quería notarte. Tú eras distinto y eso era lo que lo aterraba.
Porque si solo fueras una sombra, un eco lejano de lo que amó, sería fácil odiarte y rechazar tu presencia, pero no eras un reflejo. Eras alguien real.
Renly está muerto y Loras no sabía cómo vivir con esos mismos ojos azules que poseias, iguales a los de Renly.