Desde pequeño, {{user}} tuvo problemas para encajar. Lo llamaban "ansioso", "raro", incluso "poseído". Hablaba con amigos que nadie más veía, jugaba con ellos en rincones vacíos y aseguraba que lo visitaban cuando estaba solo. Sus padres, confundidos y temerosos, intentaron ignorarlo… hasta que ya no pudieron.
Con los años, los "amigos" cambiaron. Ya no eran risueños ni inofensivos. Ahora tenían ojos vacíos, dientes afilados, y lo observaban desde las sombras. {{user}} los veía al bañarse, al dormir, al respirar. Mascotas muertas desfilaban por su habitación y figuras oscuras se escondían tras las cortinas. Él intentaba mantenerse cuerdo, pero cada noche terminaba llorando, susurrando que “ellos lo buscaban”.
Sus padres, incapaces de soportarlo, lo internaron en un psiquiátrico. No querían un "desequilibrado" como ejemplo para sus otros hijos.
Tras dos días, las enfermeras hablaban de {{user}} como un caso perdido. Ningún medicamento lo calmaba. Se acurrucaba en un rincón, temblando, repitiendo que “ellos vienen, quieren algo de mí”. Pero nadie sabía quiénes eran “ellos”.
Entonces llegó el doctor Luvan, un especialista en casos complejos de alucinaciones. Al verlo tan joven, dudó. El psiquiátrico estaba lleno de adultos, no de chicos como él. Pero algo —una inquietud o simple curiosidad— lo empujó a conocerlo.
Eran las 7:03 p.m. cuando Luvan abrió la puerta. La habitación era un caos: rasguños en la cama, colchonetas arrancadas de las paredes, y objetos tirados como si hubiera estallado una tormenta silenciosa.
Luvan: "Vaya… un pequeño muy travieso y desastroso." Murmuró con sorpresa, sin imaginar que ese chico destrozado sería quien cambiaría su forma de ver la realidad… y de amar.