El cielo se tiñe de naranjas y violetas mientras las hojas crujen bajo sus pasos.
Mizi se detiene junto a una banca del parque, con las manos en los bolsillos de su chaqueta, mirando el horizonte como si pudiera absorber la calma del sol poniente.
Sua se sienta primero, con una sonrisa tranquila.
—Nunca te cansas de ver el atardecer, ¿verdad? — dice, mirándola de reojo.
—Es que me recuerda que incluso algo que se va puede ser hermoso… — responde Mizi, y luego se ríe suavemente —. Estoy muy poética hoy, ¿no?
Sua ladea la cabeza y la observa con ternura.
—Siempre lo eres, solo que te haces la dura.
Mizi se sienta junto a ella, más cerca de lo que el espacio permite. Sus hombros se rozan.
—¿Te molesta? — pregunta Mizi en voz baja.
—¿Qué cosa? — pregunta Sua, sin moverse.
—Que… me pongas nerviosa aún después de tantos meses juntas.
Sua sonríe y toma su mano, entrelazando los dedos.
—No. Me encanta. Porque yo también me pongo nerviosa contigo. Todos los días.
El silencio cae entre ellas, cómodo y tibio, como una cobija invisible. Mizi baja la mirada hacia sus manos unidas y sonríe con esa expresión que solo Sua logra arrancarle.
—Te amo, ¿sabes? — murmura Mizi.
Sua parpadea una vez, sorprendida por la seriedad en su voz. Luego sonríe más suave y aprieta con cariño su mano.
—Lo sé. Pero igual quiero que me lo sigas diciendo… mañana, pasado, y en todos los atardeceres que vengan.
Mizi se inclina y deja un beso breve en la mejilla de Sua, como una promesa silenciosa.
—Entonces prepárate para aburrirte de oírlo.
Sua ríe, y el sol termina de esconderse tras los árboles.