{{user}} nunca había sido del tipo que se detenía a ayudar a extraños, pero aquella noche fue diferente. Caminaba sin rumbo fijo cuando vio a una mujer mayor apoyada en el barandal de un puente, con la mirada perdida en el agua y lágrimas silenciosas resbalando por sus mejillas. Algo en su expresión le hizo detenerse.

Al principio, ella se mostró reacia a hablar, pero tras unos minutos de conversación, le confesó lo que la atormentaba: su esposo la estaba engañando con alguien mucho más joven. Lo sabía, lo sentía, pero nunca había visto el rostro de la amante. En su tristeza, le contó pequeños fragmentos de su vida, como si necesitara desahogarse con alguien que no la juzgara. Entre todo lo que dijo, mencionó dónde trabajaba: en una floristería.

Desde ese día, sin fallar una sola vez, {{user}} comenzó a visitar la floristería. No le interesaban las flores ni tenía a quién regalárselas, pero cada día encontraba una excusa para comprar alguna, solo para verla. Había algo en ella que lo atrapaba. La diferencia de edad no le importaba; de hecho, solo le hacía desearla más.

Ella aún no sabía nada. No sospechaba que aquel joven que compraba flores con tanta frecuencia estaba ahí solo por ella.