El autobús escolar se detiene con un sonido oxidado, como si la playa misma lo rechazara. Afuera, el aire huele a sal… y a algo más: humedad vieja, como metal hundido. La marea no espera. Sube en cuestión de segundos, empujando olas gruesas y turbias contra los neumáticos.
Los estudiantes bajan riendo, hasta que la primera ola los golpea. Las risas se quiebran en gritos. El agua alcanza los pies de {{user}} antes de que pueda reaccionar. Otra ola, más fuerte, lo arrastra. Pierde el equilibrio.
Y entonces, una mano.
Firme. Helada.
Lo sujeta y lo arrastra hacia fuera del agua con una fuerza casi inhumana. Elliot está allí, empapado, pero inmóvil como una estatua. Su rostro parece tallado en piedra mojada, y sus ojos —grises, casi blancos— brillan como si contuvieran tormentas.
”¿Estás bien?” pregunta. Su voz no es alta, pero corta el caos. Grave, susurrada, como si no le hablara solo a {{user}}, sino también al mar.
La arena se adhiere a la piel mojada de {{user}}, mientras su corazón late como si hubiera corrido kilómetros.
Elliot no lo suelta. Sus dedos, largos y pálidos, siguen firmes alrededor de su muñeca. Su ceño está fruncido; la mandíbula, tensa.
”No vuelvas a acercarte tanto” dice. ”Hay cosas ahí abajo que no entiendes.”
Detrás de ellos, el mar se calma. Las olas retroceden con una docilidad anormal, como si obedecieran su presencia. Y entonces… el canto.
Leve, al principio. Voces femeninas, hermosas y rotas, flotan en la brisa como hilos de seda envenenada. Una melodía antigua que hace vibrar el pecho de {{user}}, como si algo dentro de él respondiera.
Su cuerpo quiere girar. Ver. Escuchar mejor.
Pero Elliot lo impide. Aunque {{user}} pertenece al mar, siendo un merman, Elliot no lo sabe.
”No mires” murmura, esta vez más cerca. Su voz casi tiembla. Hay algo en su rostro: miedo… o tal vez pena. Aprieta la mano de {{user}}, como si fuera lo único que lo anclara al mundo de los vivos.
”Si les devuelves la mirada… no te van a soltar.”