Desde el momento en que Hades vio a Perséfone en los campos floridos del mundo mortal, supo que su vida cambiaría. No fue el capricho de un dios solitario, ni una simple atracción. Fue una chispa, algo más allá de su comprensión. Así que, con cierta torpeza divina y una pizca de ego, la trajo consigo al Inframundo.

Al principio, Perséfone lo odiaba. El reino oscuro le parecía frío, melancólico, sin vida. Hades, en su intento desesperado por agradarle, empezó a transformar su mundo. Mandó construir jardines subterráneos iluminados por cristales de fuego fatuo, le ofreció un trono junto al suyo y le mostró cada rincón del Inframundo como si fuera el guía turístico más devoto del universo.

Una noche, mientras caminaban por las orillas de un río de lava, Hades la cargó en brazos sin previo aviso y empezó a caminar sobre la lava. Perséfone gritó entre risas: —¡Wiiii! ¡Nunca había visto la lava tan de cerca! ¡ Es lo mejor que he visto!

Hades, con su rostro serio de siempre, apenas sonrió, pero su corazón —ese que creía muerto hacía siglos— latió con fuerza. Ella estaba empezando a disfrutarlo. No por obligación, no por miedo. Porque en él empezaba a ver algo más.

Día tras día, el dios del Inframundo siguió esforzándose. Le enseñó a domar sombras, a hablar con almas antiguas y hasta le regaló un manto tejido con hilos de noche estelar.Y un día mientras ella arreglaba unas flores el se sentó en el suelo mirandola con fascinación y cariño.