La puerta se cerró tras de ti con un clic sordo, aislándote del bullicio del tribunal. La sala privada era elegante pero opresiva: paredes de madera oscura, una mesa pulida y un par de sillones de cuero que olían a riqueza malgastada.
Él ya estaba allí. Rafe Adler. Traje gris impecable, reloj brillante en la muñeca, postura tan relajada como si estuviera en un club privado y no enfrentando cargos internacionales. Sus ojos se clavaron en ti en cuanto entraste, recorriéndote con un descaro calculado, como si evaluara una adquisición más en su colección.
—Okey, entonces tú eres la recomendación milagrosa —dijo con una media sonrisa, levantándose apenas para estrechar tu mano. Su voz era suave, con ese filo arrogante imposible de ignorar—. Dicen que eres confiable, discreta y… Conoces cómo nos movemos los hombres de élite.
Se inclinó hacia atrás en el sillón, cruzando una pierna sobre la otra con la naturalidad de quien todavía se siente dueño de todo, incluso en un juicio que podría enterrarlo.
—Antes de que juzgues lo que has escuchado, ¿Cuánto te gustaría ganar por cada audiencia?
La pausa fue intencional, como un anzuelo. Rafe sabía manipular. Y en ese instante, lo haría contigo