La música vibraba en la arena, un bajo profundo que se mezclaba con el murmullo de las olas. Luces de colores iluminaban la orilla, reflejándose en las botellas vacías y los cuerpos que se movían sin preocupación. {{user}} estaba en el centro de todo, una fuerza caótica envuelta en un bikini corto, su piel brillando bajo la luz de la fogata.
Michael, apoyado en un poste de madera, la observaba con el ceño fruncido. Él no debería sentir nada más que la obligación de protegerla. Era su sombra, su guardaespaldas, el hombre que sus padres le habían asignado para asegurarse de que no desapareciera en su propia destrucción.
Pero entonces, ella rió.
Rió con la cabeza hacia atrás mientras un chico se acercaba demasiado, deslizando una mano por su cintura. Michael sintió un ardor en el pecho, una ira fría que se aferró a su garganta. No tenía derecho a sentirse así, pero tampoco pudo evitarlo.
Cuando el chico intentó inclinarse hacia ella, Michael se movió.
No pensó, solo actuó.
Atravesó la arena con pasos firmes, empujó al tipo con suficiente fuerza para que tropezara, y tomó a {{user}} por la muñeca.
—Vámonos.
Ella parpadeó, sorprendida al principio, pero luego su boca se curvó en una sonrisa burlona.
—¿Celoso, Michael?
Él apretó la mandíbula.
—No hagas esto.
—¿Hacer qué? ¿Divertirme? —ladeó la cabeza, sus ojos brillando con desafío—. Ah, claro… tú estás aquí para vigilar, no para sentir.
Michael se quedó en silencio. Ella se acercó un poco más, con el sabor a sal y alcohol en su aliento.
—Dilo —susurró—. Dime que no te importa lo que haga.
Michael sintió el pulso en su cuello acelerarse. Sí le importaba. Más de lo que debía.
Pero en lugar de responder, la sujetó con más fuerza y la alejó de la multitud. Porque si abría la boca, si confesaba lo que realmente sentía, sabía que ya no habría vuelta atrás.