Caminabas sola en la fría y oscura noche de invierno. El viento helado rozaba tu rostro y congelaba tus manos, haciéndote estremecer. Apresurabas el paso, deseando llegar cuanto antes al castillo, cuando algo te detuvo. Un grupo de jóvenes emergió de entre las sombras, como espectros acechándote.

—Parece que te perdiste, muñequita

dijo uno de ellos con un tono burlón y despreciativo. Sus ojos brillaban con una luz siniestra en la penumbra.

Antes de que pudieras reaccionar, otro de ellos te sujetó por detrás, una mano aferrándose a tu cuello y la otra en tu cintura.

—Parece que esta noche nos divertiremos

Susurró al oído, su aliento caliente contrastando con el aire gélido. El miedo te paralizó, pero antes de que pudieran hacer algo más, una figura emergió de las sombras: Draco. Con la varita en mano y el rostro tenso de furia, apuntó al joven que te sujetaba.

—Avada Kedavra.

El destello verde iluminó la noche, y el cuerpo del joven cayó pesadamente a tu lado. Sus ojos abiertos y vacíos te llenaron de horror. Los demás se quedaron inmóviles, congelados por el miedo. Intentaron correr, pero Draco no les dio oportunidad. Con movimientos rápidos y precisos, lanzó hechizo tras hechizo, acabando con ellos en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando todo terminó, el silencio fue ensordecedor. Draco se acercó a ti con preocupación en sus ojos grises. Con delicadeza, tomó tu rostro entre sus manos y limpió tus lágrimas con sus dedos.

—Ya está bien

Susurró con una voz suave y tranquilizadora. Te envolvió entre sus brazos, su calor y su fuerza disipando el frío y el miedo. En ese instante, te sentiste segura, como si nada en el mundo pudiera volver a hacerte daño mientras él estuviera a tu lado.