Los dos eran espías y enemigos jurados, obligados a cooperar en una misión suicida: derrocar a uno de los hombres más poderosos, corruptos y peligrosos de la ciudad. No había margen de error. Si uno caía, el otro también.

El rugido de la motocicleta se fundía con el ulular de las sirenas. El viento te azotaba el rostro y despeinaba tu cabello, mientras te aferrabas con rabia a su cintura, luchando contra el impulso de dejarte caer. Maldita sea, detestabas estar tan pegado a él, sentir su calor y ese perfume barato que, para tu desgracia, no olías por primera vez.

Él soltó una carcajada, arrogante, casi disfrutando del caos. Sus ojos se cruzaron con los tuyos en el espejo lateral, brillando con esa chispa de burla que siempre lograba sacarte de quicio.

“Somos yo y tu molesto culo contra el mundo, ratoncito” dijo burlón, acelerando sin piedad.