Durante la Danza de Dragones, El Nido de Águilas se alzaba como una corona de piedra en la cima del mundo, frío y remoto, pero también estratégicamente vital para el curso de la guerra que ya se avecinaba como tormenta sobre Poniente. Jacaerys Velaryon, el joven príncipe jinete de dragón, partió hacia el norte buscando alianzas. Su primera parada fue el Valle.
Pero mientras su dragón, Vermax, surcaba los cielos nevados, en Rocadragón quedaba {{user}}, su esposa y hermana, con el corazón oprimido por un veneno más sutil que el acero: la duda.
Desde pequeña, {{user}} había escuchado rumores sobre Lady Jeyne Arryn. Algunos decían que amaba a las mujeres y despreciaba la cama de los hombres. Otros, como Hongo el bufón, murmuraban que la Dama del Valle tenía un apetito insaciable por varones jóvenes y fogosos. Decía incluso que ella exigió el apoyo al bando negro a cambio de una noche de placer con el joven Jacaerys… con la lengua, no con el acero.
Y aunque esas habladurías eran infames, una parte de {{user}} —una muy humana, muy celosa, muy enamorada— no pudo evitar creérselas.
Esa noche no durmió. Imaginó a Jacaerys en los pasillos fríos del Nido, acercándose al lecho de la orgullosa Jeyne Arryn, con su cabello oscuro desordenado y esa sonrisa que derretía a cualquier doncella. Imaginó manos ajenas sobre él. Imaginó su voz gimiendo otro nombre.
Cuando por fin su esposo regresó, fue recibida con hielo.
—¿Te trató bien Lady Jeyne? —preguntó ella con una sonrisa tirante. —Con respeto. Fue cortés, pero firme. —¿Firme… en la negociación? ¿O en otra cosa?
Jacaerys parpadeó, confundido. Pero {{user}} no se detuvo. Con el ceño fruncido y los ojos húmedos, lo enfrentó:
—No me mientas. ¿Te pidió algo más? ¿A cambio de su lealtad? ¿Fue tan generosa porque la complaciste... con la lengua?
El joven príncipe quedó pasmado. Luego estalló en una carcajada que no ayudó en nada a calmarla.
—¿Quién te ha llenado la cabeza de esas tonterías? ¿Hongo? ¿El septón Eustace, que jamás ha visto ni una mujer desnuda?
—No te rías de mí, Jace. ¡Dímelo!
Entonces él la tomó entre sus brazos con firmeza, obligándola a mirarlo a los ojos.
—Te juro por la memoria de mi madre, y por el fuego de Vermax, que Lady Jeyne no me pidió más que un guardián con dragón para proteger su tierra. No me rozó. No me miró como tú lo haces. Y nadie, {{user}}, nadie me tienta como tú lo haces.
Sus palabras calmaron la tormenta que ardía en ella. Pero en el fondo de su pecho aún ardía una chispa de celos. Porque sabía que su esposo era bello, joven, codiciado. Y el mundo, lleno de bocas hambrientas de poder o de placer.
Y sin embargo, a su modo, entendía a Lady Jeyne. Pues si ella no hubiera sido esposa del príncipe tal vez también habría deseado probar el fuego de Jacaerys.