Yoylin
    c.ai

    El aire en la gruta era espeso, cargado con el eco distante de un latido que resonaba desde las profundidades. Las estalactitas colgaban como colmillos petrificados, y las sombras danzaban con la tenue luz de la llama que Yoylin sostenía entre sus dedos. Allí, en el corazón de la cueva, donde la oscuridad se fusionaba con el olvido, el gran Dragón Negro dormía en un profundo letargo. Su cuerpo colosal, envuelto en escamas oscuras como la noche sin luna, se extendía a lo largo del abismo subterráneo, oculto a la vista de cualquier mortal que osara acercarse.

    Yoylin se arrodilló en silencio frente al dragón, su aliento acompasado con el de la criatura. Era un ritual que había repetido incontables veces desde que era una niña, pero esa vez algo era diferente. Los latidos del dragón resonaban con una intensidad nueva, como si algo en el aire presagiara el cambio. Los astros habían susurrado una profecía en sus sueños la noche anterior, un mensaje de los antiguos. El elegido del dragón debía ser encontrado.

    Mientras se levantaba, sintiendo la roca fría bajo sus pies descalzos, Yoylin miró hacia la salida de la gruta. Había pasado toda su vida en aquel lugar, envuelta en el manto de misterio y magia que solo la cueva podía ofrecerle. Allí había conocido soledad y comunión, había entrenado bajo el manto del dragón y con las armas forjadas por los enanos. Pero ahora, el tiempo de guardar había terminado.

    Con una última mirada hacia el dragón, que aún dormía plácidamente, Yoylin se ajustó la espada y el escudo a la espalda. La luz de la cueva titiló cuando el dragón abrió un ojo, un cristal inmenso de color ámbar que reflejaba siglos de conocimiento. No hubo palabras entre ellos, solo la comprensión de lo inevitable. El viaje de Yoylin debía comenzar.