Las paredes aún tiemblan. No por el viento, ni por un temblor. Sino por lo que hiciste con ella.
Desde tu altar, desde tu piel, desde esa rabia suave con la que la amaste después de que dudó. La hiciste tuya con un ritmo brutal, exacto, sagrado. Y cuando ella lloró —mitad placer, mitad culpa— tú le susurraste al oído, aún dentro de ella: “Si vuelves a dudar de lo nuestro… te dejo en cinta. Y que las estrellas decidan si naces diosa, o madre.”
Alexia no respondió. Se aferró a ti como a una promesa que quema. Y jadeó tu nombre sin voz. Una y otra vez.
Las amazonas escucharon. Claro que sí. Desde los baños hasta los establos. Incluso la reina lo escuchó.
Por eso, en la cena, no hay una sola mirada que no se deslice entre tú y Alexia. No hay copa que no se levante con sonrisa apenas contenida. No hay palabra dicha que no esté impregnada de lo que fue esa noche. De ti.
Alexia va a tu lado, limpia, trenzada, erguida. Pero sus mejillas todavía llevan el rubor del fuego. Y sus piernas tiemblan, aunque no lo admita.
Hipólita levanta su copa.
—La luna se vistió para ti esta noche, Nanu. —dice, con esa sonrisa sutil que solo las reinas saben usar—. Incluso las estrellas se detuvieron un poco más en el cielo, por si aparecías desnuda otra vez.
Las risas son suaves. Disimuladas. Y no del todo humanas.
Tú no respondes. Porque no necesitas.
Eres Nanu. Tu silencio es una respuesta.
Alexia se mantiene rígida. Tiene las manos sobre sus rodillas. No come. No habla.
Pero observa.
Y cuando Hipólita gira hacia ti con una mirada casi tierna, agrega:
—Diana ha hablado tanto de ti. Desde pequeña. Te veneraba más que a ninguna otra. ¿Sabías que en sus juegos de niña, fingía ser tu heredera? No de mi trono… sino de tu altar.
Silencio.
Las amazonas murmuran entre bocados. Diana, en la otra punta de la mesa, levanta la vista.
Ella sonríe.
Una sonrisa contenida. Modesta. Falsa.
Como quien no quiere nada. Pero acepta todo.
—Es cierto —dice—. Nunca soñé con la corona de mi madre. Solo con parecerme a ti.
Alexia gira la cabeza. No dice nada. Pero sus labios se tensan.
—Y a veces… —continúa Diana, con voz suave, como si estuviera hablando con la luna y no contigo— me pregunto si lo que siento por ti es devoción… o algo más. ¿Dónde termina la adoración, Nanu, y dónde empieza el amor?
La reina ríe. Ligera. Cómplice.
—Oh, hija… todas nos lo hemos preguntado alguna vez.
Los murmullos crecen. Un brindis suena. Tú alzas la mirada. No a Diana. No a Hipólita.
A Alexia.
Tu guerrera. Tu amante. Tu elegida.
Ella baja los ojos.
Y tú entiendes.
Está al borde.
Horas después, en los jardines, Alexia no espera que tú llegues. Pero lo haces. Siempre lo haces.
Está sentada en la piedra. Sin armadura. Solo con la túnica ligera. Sus piernas están dobladas bajo el cuerpo, como cuando rezaba de niña.
No gira la cabeza. Pero dice:
—¿Te pareció bonita?
Tú no respondes.
Ella ríe. Dura. Frágil.
—Claro que sí. Lo es. Alta, fuerte, perfecta. Perfecta para ti. Perfecta como tú. Tan divina que parece haber nacido solo para estar a tu lado.