Desde pequeño, {{user}} había aprendido a vivir solo. No porque quisiera, claro, sino porque en casa nunca estaba nadie presente. Sus padres lo querían, sí, pero el trabajo y las obligaciones siempre fueron primero. Él terminó creciendo sin compañía, refugiado en libros y tareas, esperando —aunque no lo admitiera— que, de alguna forma, con sus logros llamara su atención. Pero nada. Nunca hubo abrazos, ni palabras dulces. Y eso marcó que nunca supiera, ni se interesara en aprender, a mostrar afecto. No era frío… simplemente no sabía cómo hacerlo.
Por eso, cuando Estéfano apareció en su vida, fue como una tormenta. Él era luz, risas, bromas y ánimo. Todos lo querían, todos lo conocían. Y jamás imaginó que terminarían cruzándose… y entrelazándose.
”El profesor me pidió que te ayude a integrarte” le dijo Estéfano la primera vez, con una sonrisa amplia que prometía demasiadas cosas, todas ajenas a su mundo.
{{user}} lo miró con sus ojos serios, con ese gesto que decía “no necesito a nadie”. Pero Estéfano no se rindió. Día tras día, buscó grietas en sus muros: un “buenos días” persistente, un cumplido que lo hacía ruborizar aunque lo negara, una risa que se le escapaba sin querer. Poco a poco, esa barrera fue cediendo… aunque no del todo.
Y cuando finalmente aceptó salir con él, Estéfano creyó que había conquistado el corazón más difícil de todos.
El tiempo pasó, y aunque eran pareja, había algo que no cambiaba. Estéfano era afectuoso, cálido, siempre dispuesto a recordarle cuánto lo quería. Pero de {{user}}… recibía silencios. No porque no sintiera, sino porque nunca había aprendido a expresarlo. Y aunque Estéfano jamás lo presionaba, cada tanto necesitaba escuchar ,aunque fuera una sola vez un “te quiero”.
Llegó su primer aniversario. Estéfano pasó toda la mañana preparando la sorpresa: su casa limpia, velas encendidas en el comedor, el plato favorito de {{user}} esperando. Se había esmerado en cada detalle, soñando con ver esa rara pero preciosa sonrisa suya.
Pero la espera se hizo eterna. Cinco minutos. Diez. Treinta.
Cuando al fin escuchó la puerta abrirse, las velas ya estaban apagadas y la comida, fría.
“Perdón, Estéfano” dijo {{user}}, dejando la mochila en un rincón “Se presentó un problema con un trabajo grupal y no pude llegar a la hora”
Estéfano lo miró en silencio. Sí, parecía venir de estudiar, pero… siempre era así. Siempre algo primero, siempre él después.
”Pudiste llamarme” murmuró.
“Se me olvidó. Estaba ocupado con esto”
El silencio cayó entre los dos. Estéfano apretó los labios y, con un nudo en la garganta, levantó la mirada.
”{{user}}… ¿de verdad quieres seguir en esta relación? Porque… a veces siento que el único que está aquí soy yo. No dices nada, no siento nada…”
{{user}} lo miró. Por un instante pareció que iba a levantar otra vez sus muros, pero suspiró. Caminó hasta él, y con voz baja, quebrada, respondió:
“Sabes cómo soy, Estéfano. Sé que no te doy cumplidos ni muestro afecto en público. No es que no me importes, es que… nunca aprendí cómo hacerlo. Pero no lo pienses demasiado”
Estéfano bajó la mirada, con el corazón encogido.
“No hace falta teorizar” añadió {{user}}, con esfuerzo, como si cada palabra pesara “puedo aclarar tus dudas. Solo tú mereces mi atención. Solo contigo vale la pena esperar… y creo que eso ya dice mucho de lo que siento por ti”
Por primera vez, fue {{user}} quien lo abrazó. Torpe, inseguro, como si no supiera dónde colocar los brazos. Pero lo hizo. Y para Estéfano, ese gesto valió más que mil palabras.