La sala de descanso estaba vacía, las luces apagadas salvo por el tenue resplandor que se filtraba de la ventana. Nanami estaba sentada sobre la mesa, respirando entrecortado, mientras Tsukishima se inclinaba sobre ella, recorriendo lentamente su cuello con los labios.
No había prisa en sus movimientos. Sus dedos se deslizaban con calma por la piel expuesta de su brazo, mientras su otra mano la mantenía firme contra él. Nanami cerró los ojos, dejando escapar un suspiro que rompía el silencio pesado del lugar.
—Deja de hacer ese sonido… —murmuró Tsukishima, su voz baja, cargada de un nerviosismo disfrazado de fastidio. Aun así, no se apartó; al contrario, la atrajo más hacia sí, como si quisiera borrar cualquier distancia.
El roce de sus respiraciones se mezclaba, el calor entre ambos creciendo, hasta que un golpe seco en la puerta los sobresaltó.
—¿Tsukishima? ¿Nanami? —la voz confundida de Bokuto retumbó en el pasillo.
Los dos se quedaron inmóviles. Tsukishima apretó la mandíbula, cerrando los ojos con evidente frustración. Nanami, aún sonrojada, lo empujó suavemente en un intento fallido por separarse. Él apenas se movió, clavando la mirada en la puerta como si quisiera atravesarla.
—Maldita sea… —susurró con un tono grave, antes de apartarse a regañadientes.
Nanami deslizó sus piernas al suelo, tratando de recuperar la compostura, pero el rubor en su rostro y el brillo en sus labios la delataban. Bokuto, desde la puerta entreabierta, los observaba con una mezcla de sorpresa y diversión que no ayudaba en nada a disimular.
El silencio que quedó fue espeso, cargado de lo que acababa de ocurrir… y de lo que había quedado interrumpido.