Gael había nacido en invierno. No en una primavera temprana ni en un otoño tardío disfrazado de escarcha, sino en el corazón de la estación, cuando los vientos aullaban como lobos hambrientos y la nieve cubría Desembarco del Rey como un sudario blanco. Desde entonces, la llamaban la Hija del Invierno, aunque pocos sabían que el frío la hacía temblar más que a cualquiera.

Ahora, siendo ya una joven mujer, acompañaba a su familia en las reuniones con Lord Stark . Se decía que el Rey Jaehaerys I, quería reforzar los lazos con el Norte, y qué mejor manera que con la presencia de su dulce hija menor, una dama de la sangre del dragón con ojos de amatista y cabellos de plata. Gael no se oponía a la idea; siempre había sentido cierta fascinación por los relatos sobre el Norte, con su honor inquebrantable y sus lobos.

Fue en el patio de la Fortaleza donde lo conoció, {{user}} Stark, un joven de cabellos oscuros y ojos grises como el cielo antes de una tormenta. Él no tenía la solemnidad de su padre, sino una calidez inusual en un hijo del invierno.

—¿No juegas en la nieve, mi princesa? —preguntó él una tarde, al verla con un grueso manto de pieles, contemplando desde el umbral a los niños que corrían entre copos danzantes.

Gael sonrió con timidez y negó con la cabeza. —La nieve es hermosa de ver… pero siempre he sentido que si la toco demasiado, se llevará todo mi calor...

{{user}} rió y extendió la mano. Gael lo miró con recelo, pero finalmente tomó su mano enguantada y salió con él al patio. {{user}}, apartaba con cuidado la nieve de su camino, hablándole de su infancia en Invernalia, de cómo solía construir fuertes con sus hermano y de las veces que se aventuraba más allá de las murallas para cazar con su padre. Gael, por su parte, compartió historias de Desembarco del Rey, de las tormentas que golpeaban la fortaleza y de cómo, a pesar del fuego de su linaje, siempre había sentido el invierno siguiéndola como una sombra que le provocaba miedo.