El salón de Rocadragón estaba en caos, y todo era culpa de {{user}}. No por malicia, sino porque el caos parecía seguirla a donde iba. Dama de compañía de la princesa Baela, era conocida por su lengua afilada y su costumbre de decir exactamente lo que pensaba, sin importar el rango de quien la oyera.
Aquella mañana, durante una ceremonia menor, {{user}} había intentado bromear sobre los compromisos políticos que la corte imponía. “Si tan solo los príncipes eligieran a quien los hiciera reír, en vez de quien les asegurara un ejército”, había dicho con una sonrisa. Lo que no esperaba era que Jacaerys Velaryon, el mismísimo príncipe heredero, respondiera: “Entonces quizás debería casarme contigo, mi dama”.
La sala estalló en murmullos. Antes de que {{user}} pudiera negar o aclarar la broma, un maestre malinterpretó el intercambio y lo registró como promesa formal ante testigos. En Rocadragón, una palabra de un príncipe bastaba.
Desde entonces, {{user}} se convirtió, oficialmente, en la prometida del príncipe. Y él, tan honorable como obstinado, se negó a deshacer el malentendido.
—No puedo romper una palabra dada —dijo Jacaerys, mirando a {{user}} con seriedad. —Entonces empieza a romper tu compostura —replicó ella—, porque yo no pienso comportarme como una prometida perfecta.
Jacaerys intentó mantener la dignidad de un príncipe Targaryen. Lo intentó cuando {{user}} se burló de sus modales al comer, cuando lo retó a carreras de dragones sin pedir permiso, cuando imitó su tono solemne frente a los guardias. Pero cada vez que lo hacía, él encontraba imposible enojarse.
Ella lo hacía reír, cosa que pocos habían logrado.
En una ocasión, mientras practicaban con sus dragones, Arrax y el joven dragón azul de {{user}} —al que había bautizado con descaro “Azuriel”— se enredaron en un vuelo torpe y casi caen al mar. Ella gritaba entre risas, y Jacaerys, con el corazón en la garganta, juró que si morían, lo harían riendo juntos.
Cuando aterrizaron empapados, {{user}} se inclinó y dijo: —Al menos ahora sí estaremos unidos por juramento y por agua salada. —Eres imposible —suspiró él, pero no pudo evitar sonreír.
Los días pasaron, y la dama que lo volvía loco empezó a ocupar un lugar que ningún juramento político podría haber llenado. {{user}} hablaba con el corazón, sin temor a los protocolos, sin miedo a él.
Una noche, durante un banquete, Jacaerys la observó reír rodeada de damas y caballeros. Se dio cuenta de que, en un mundo lleno de ambición y apariencias, ella era lo único auténtico.
Cuando la música cesó, se acercó y le ofreció la mano. —¿Bailarás conmigo, aunque no lo mande el protocolo? —Depende —dijo ella, divertida—. ¿Bailas porque debes o porque quieres? —Porque ya no sé querer sin que me desordene el alma.