El reloj marcaba la medianoche, y la casa estaba sumida en un silencio peligroso.

Jasper no debería estar ahí, en su habitación, con la puerta cerrada y sus ojos recorriendo cada curva de su piel. Él era el mejor amigo de su hermano, el hombre en quien su familia confiaba ciegamente. Pero nada de eso importaba ahora.

—Sabes que esto está mal, ¿verdad? —murmuró Jasper, su voz rasposa por el deseo contenido.

—Entonces no me mires así… —susurró {{user}}, con sus muñecas atadas con una corbata de él, sobre su cabeza.

Jasper apretó los dientes, su mandíbula marcada por la tensión de contenerse. Dios, lo había intentado. Había luchado contra esa atracción enfermiza, contra las miradas furtivas y las noches en vela pensando en lo prohibida que era para él. Pero ella lo tentaba con su inocencia corrompida, con esos labios que lo desafiaban a reclamar lo que nunca debía ser suyo.

—Eres tan hermosa… —murmuró, recorriendo su piel con los dedos, provocando escalofríos en su cuerpo.

—Entonces, tócame… —ella lo retó, con la respiración entrecortada.

Jasper maldijo por lo bajo, inclinándose sobre ella. Sus labios rozaron su cuello, marcándola con besos hambrientos mientras su peso sobre ella la hacía sentir atrapada en una prisión de placer y pecado.

—Si supieran lo que hacemos cuando nadie nos ve… —susurró contra su oído, con una sonrisa oscura.

—Nos matarían. —dijo {{user}} un poco burlón.

—Pero vale la pena.

Sus labios se encontraron con urgencia, devorándose como si esa fuera la última noche que tendrían. Porque sabían que después de esto… nada volvería a ser igual.