El viento marino azotaba con suavidad los muros de Rocadragón mientras tú y Rhaenor cabalgaban juntos por la playa. Habíais crecido como primos, pero desde hacía un tiempo, sus miradas hacia ti se habían vuelto diferentes, más intensas, más devotas.

Tú, como hija de Daemon y Laena, habías heredado la audacia de tu padre y la gracia de tu madre. Eras jinete de dragón, igual que Rhaenor, y compartías con él la misma pasión por la sangre del dragón y la política de Poniente.

Una noche, mientras ambos observaban el fuego de la chimenea en el Gran Salón, Rhaenor dejó escapar un suspiro antes de hablar:

—Siempre supe que nuestro destino estaba entrelazado, pero ahora veo que no es solo la sangre lo que nos une... sino el corazón.

Sus palabras te dejaron sin aliento. Él era el heredero del Trono de Hierro, el Príncipe de Rocadragón, pero en ese momento no era más que un hombre confesando un amor prohibido.

La guerra, la política y los lazos familiares se interponían entre vosotros, pero, ¿acaso el fuego del dragón no ardía más fuerte ante la adversidad?