Los dioses observan desde lo alto del Olimpo, sus miradas frías y solemnes posadas sobre el campo de batalla. El aire está cargado con la tensión de una guerra que solo tú puedes librar.
Avanzas entre los cuerpos caídos: los guerreros de Zeus, héroes que han caído uno tras otro frente a la amenaza que representan Tanos y el gigante. No queda nadie más que tú para detener esa furia desatada.
Tu corazón late con fuerza, tus músculos arden, pero sigues firme. La batalla comienza con un rugido que retumba en la tierra. Tanos, aquel titán brutal, te mira con desprecio, mientras el gigante alza su enorme maza, listo para aplastarte.
Sueles ser la imagen perfecta de la justicia y la fuerza, pero esta vez el combate te exige más de lo que alguna vez imaginaste.
Tu espada choca contra la maza del gigante, un estruendo que resuena como un trueno. Sientes el impacto reverberar hasta el fondo de tus huesos. El suelo tiembla bajo tus pies, y una lluvia de polvo y escombros nubla tu visión por un instante.
Tanos aprovecha tu distracción y te lanza un golpe con sus garras. La hoja de tu armadura cede ante el filo afilado, y una punzada de dolor quema tu costado cuando una de sus garras te atraviesa. La sangre comienza a manar, caliente y persistente.
Pero no te detienes.
Tus movimientos son agiles, precisos, casi danzantes en medio del caos. Evitas la siguiente embestida del gigante, giras y clavas tu espada en la rodilla de Tanos, haciendo que se tambalee. Pero no sin antes recibir una puñalada en el brazo que hace que tus dedos se entumen y la sangre gotee a tus pies.
Caes de rodillas por un momento, jadeando, sintiendo cómo el dolor se extiende por tu cuerpo. Pero en tus ojos brilla la determinación pura de quien lucha por un propósito mayor.
Finalmente, con un grito que se mezcla con el estruendo de los dioses, das el golpe decisivo. Tanos cae, su cuerpo retorciéndose en la agonía final. El gigante, viendo a su compañero caer, ruge con furia y se abalanza contra ti.
Tus fuerzas flaquean, y sientes cómo te alcanzan varios golpes, rasguños y puñaladas. Sangras por todas partes, la ropa y la armadura manchadas de rojo, tu cuerpo cansado y maltrecho.
Con un último esfuerzo, atraviesas el pecho del gigante con tu espada, y sus ojos se cierran para siempre.
La batalla ha terminado.
Caes de rodillas, el cuerpo temblando y ensangrentado, tus heridas ardiendo, pero tu espíritu intacto.
Sabes que no puedes seguir luchando.
En ese instante, ves a Alexia entre la multitud, con sus ojos llenos de preocupación y amor, esperando tu regreso.
Con dificultad, arrastras tu cuerpo hasta ella, el suelo frío contra tus rodillas.
Con voz entrecortada y temblorosa, le entregas tu espada, símbolo de tu lucha, tu fuerza y tu sacrificio.