El silencio en casa era de esos suaves, como si todo aún durmiera. Apenas la luz del día comenzaba a filtrarse por las cortinas. Habías despertado sin prisa, envuelta en ese aroma tan familiar: el café de Reigen, el jabón que usaba, y el hueco aún tibio en la cama donde él había estado hasta hace poco.
Él ya se había ido.
La casa aún lo sentía.
Te estiraste, diste un suspiro profundo… y entonces lo oíste.
Un gemido bajito, ronco, acompañado de un movimiento leve.
Te acercaste a la cuna. Tu bebé estaba despertando, su carita aún adormilada y su cabello revuelto. Se talló los ojitos con el dorso de la manita, como si el mundo al que despertaba no fuera el que esperaba ver.
Y apenas te vio… soltó un pequeño quejido.
“¿Amor?” susurraste, levantándola con cuidado “Ya despertaste, mi cielo…”
Ella se abrazó a ti con fuerza, pero su cabecita miró hacia los lados. Al no encontrar lo que buscaba, su labio inferior tembló.
“¿Pa…?” balbuceó con la voz hecha un hilo, como si apenas recordara cómo decirlo. Era la primera vez que articulaba algo así.
“Oh, mi vida…” le dijiste, apretándola contra tu pecho.
Ella empezó a llorar bajito, con ese llanto que no era caprichoso, sino herido. Pequeñas lágrimas tibias cayeron en tu cuello mientras se acurrucaba en ti, repitiendo suavemente:
“…pa… paaa…”
Intentaste calmarla con una canción suave, besando su frente una y otra vez. Pero ella sollozaba con ese dolor inocente que solo conocen los bebés: el de extrañar sin saber por qué.
Y entonces, sin dudarlo, marcaste.
“¿Hola, amor?” contestó Reigen desde su oficina.