El Hotel Dumort tenía esa atmósfera eterna de penumbra, donde las luces apenas lamían las paredes y las sombras parecían tener vida propia. Raphael Santiago, desde su trono improvisado al fondo del salón, observaba con ojos ausentes a sus vampiros. Conversaciones apagadas, risas breves, la sangre corriendo en copas de cristal… todo se sentía monótono.
Pero entonces, como un golpe silencioso, el recuerdo de aquella noche lo atravesó.
Habías estado allí, justo en el centro de la sala. Tu figura se movía con una gracia indolente, tus caderas marcaban un ritmo que no pertenecía a este mundo. Los demás vampiros se mantenían a una distancia prudente, cautelosos, tal vez intimidados por la conexión eléctrica que flotaba entre ustedes.
Raphael se veía a sí mismo apoyado en la barandilla, con su habitual semblante imperturbable. Pero por dentro, cada una de tus miradas lo desarmaba. Esa noche, sin saber muy bien cómo, habías logrado que todos desaparecieran. Solo quedaban tú y él, y la música, y esa tensión ardiente que no se atrevía a romper.
Habías reído. Una risa baja, seductora, que lo envolvió. Cuando te acercaste, el mundo se hizo pequeño. Raphael recordaba el calor de tu aliento, el roce de tus dedos en su camisa al tirar de él para que te siguiera. Él, siempre tan controlado, se dejó llevar.
Ahora, en el silencio del Dumort, podía jurar que el eco de tu risa seguía rebotando en las paredes. Su mandíbula se tensó, y sus manos, apoyadas en los brazos del sillón, apretaron la tela raída. Nadie se atrevía a interrumpirlo cuando caía en esos silencios, cuando sus pensamientos volvían a ti.
Porque lo sabía. Aunque la noche había pasado, aunque las luces se habían apagado y el salón se había vaciado, parte de ti se había quedado impregnada en ese lugar. Y Raphael, aunque no lo admitiría, no quería que te fueras del todo.