Las palabras de Viserys II aún ardían en su mente.

—Eres un cobarde, hermano. Un rey sin voluntad ni deseo. ¿O es que acaso temes a una mujer?

Aegon III apretó la mandíbula con furia. No temía a las mujeres. No temía nada. Pero las burlas de su hermano, su insistencia en que era un hombre frío e inútil, lo empujaron a hacer algo que jamás habría considerado por su propia cuenta.

Por eso, aquella noche, entró en un burdel.

El lugar olía a vino y perfume barato, las risas de las prostitutas resonaban entre las paredes con una calidez que le resultaba ajena. Aegon se sentía fuera de lugar, incómodo. Hasta que te vio.

Eras diferente a las demás. Tu ropa no era tan reveladora, tu porte era digno. Pero en su furia y orgullo herido, no vio la verdad. Solo vio a una mujer que lo miró con sorpresa y temor.

Pensó que te sorprendía su presencia como rey.

No supo que en realidad estabas allí buscando a tu hermano, un joven noble que frecuentaba ese lugar.

No te dio oportunidad de explicarte.

—Ven conmigo. Ahora.

Su voz fue un mandato, su agarre en tu muñeca, inquebrantable. No supiste cómo reaccionar. Intentaste hablar, explicarle tu presencia allí, pero él no escuchó.

Lleno de frustración, de rabia contenida, te llevó a una habitación y te reclamó como suya, con la furia de un hombre que quería demostrar algo, no a ti, sino a sí mismo.

No supo la verdad hasta que fue demasiado tarde.

Cuando el frenesí se disipó, cuando vio el rastro de sangre en las sábanas, cuando te oyó sollozar y murmurar tu apellido con la dignidad rota, el horror lo golpeó como una espada en el pecho.

No eras una prostituta.

Eras una noble.

Eras virgen.

Y él, Aegon III T, el rey que despreciaba la violencia innecesaria, había cometido el peor de los pecados.