Los días avanzaban. Lentamente, como tus músculos. Ya podías mover los pies con esfuerzo, aunque aún no caminar. Había algo de esperanza en cada espasmo controlado, en cada intento frustrado de ponerte de pie. Y aunque te pesaba el cuerpo, lo que más dolía… era lo que tu mente se atrevía a imaginar.
A veces, cuando te sentías menos frágil, les pedías a las enfermeras hacer tus terapias en el jardín. Siempre con esa voz suave, educada, casi tímida:
—¿No molesto a los otros pacientes…?
Las tres se miraban, como siempre. Y, como siempre, fingían no saber lo que ya era obvio: ese hospital entero era para ti. No había más pacientes. No se escuchaban otros pasos, ni gritos, ni timbres. Solo tus suspiros, tus avances, y las cámaras… que él había instalado en cada rincón.
El jardín estaba cálido esa tarde. Las flores estaban abiertas, sus colores vivos, como si supieran que tú ibas a aparecer. Te quitaste las zapatillas y tocaste el pasto húmedo con los dedos de los pies, riendo bajito cuando el cosquilleo te recorrió las piernas. Una de las enfermeras, Soo-ah, te observaba con una sonrisa suave, mientras tomaba nota en su libreta. Minji, más seria pero atenta, sostenía una manta por si sentías frío. Y Hye-rin, la más joven y extrovertida, te ayudó a peinar el cabello, quitando ramitas y hojas que quedaron entre los mechones oscuros después de la terapia.
—¿Sabes? —comentó Hye-rin mientras pasaba los dedos por tu cabello—. Hoy vi al señor que siempre viene a verte por las noches. Él… él está más guapo cada día.
Minji giró el rostro con rapidez.
—Ya, Hye-rin, no digas eso delante de ella…
—¿Qué? Solo estoy diciendo la verdad —insistió, sin vergüenza—. Tiene esa presencia… esos hombros. La manera en que camina... Te juro que una vez me dijo “gracias” y casi se me aflojan las piernas.
Soo-ah bajó la mirada, incómoda, pero no dijo nada. Fue Minji quien apretó los labios.
—Tal vez está casado. No deberías hablar así —dijo con firmeza, mirándola como quien lanza una advertencia.
Pero Hye-rin rió con descaro.
—¿Y qué si lo está? No creo que su esposa pueda siquiera caminar para abrazarlo…
No lo dijo con malicia. Pero lo dijo. Y tú lo escuchaste. Todo tu cuerpo se tensó. Las manos, inertes hasta entonces, se cerraron despacio. El aire se hizo pesado en tu pecho.
¿Eso pensaban? ¿Eso eras ahora? ¿Una sombra de lo que fuiste?
No dijiste nada. Pero las lágrimas rodaron sin permiso por tus mejillas. Silenciosas, quemando como ácido.
Y él lo vio. Desde las cámaras. Desde todas las cámaras.
Soo-ah dejó el peine. Se agachó frente a ti con delicadeza, sin preguntar nada. Simplemente colocó sus manos suaves en los mangos de la silla de ruedas y te llevó de regreso al edificio, en silencio. Al llegar a tu habitación, te ayudó a recostarte con ternura. Te acomodó las piernas con cuidado, te cubrió con una sábana delgada y te acomodó el cabello detrás de la oreja con la paciencia de quien entiende el dolor sin necesidad de palabras.
—Descansa, ¿sí? —murmuró, antes de inclinarse con una sonrisa leve y hacer una reverencia.
Te dejó sola. Pero no por mucho.
La puerta se abrió sin que nadie tocara. Sabías que era él.
El aire cambió. Su perfume llegó primero. No necesitabas verlo para reconocerlo: era mezcla de tormenta, madera y una rabia contenida. Cerró la puerta tras de sí sin un solo ruido.
Se acercó lentamente.
—Vi lo que pasó —dijo, con la voz baja, ronca—. ¿Te sientes bien?
No respondiste. Giraste el rostro hacia la ventana, fingiendo ver las flores.
—¿Te dolió algo? —insistió, con ese tono tan suyo, el que usaba cuando algo le importaba demasiado y no podía controlarlo.
Sus pasos lo acercaron a ti. Pudo haber estado a un metro o a un centímetro, pero su presencia era sofocante. Extendió la mano hacia la tuya, que descansaba sobre la sábana.
Pero tú la retiraste. Lenta, pero decidida, la escondiste bajo la tela blanca.
—¿Por qué? —preguntó en voz baja.
Mordiste tu labio, y, con la garganta aún cerrada por la emoción, le respondiste sin mirarlo:
—Toma la de la enfermera bonita... la que camina.
Silencio. Denso. Incóm